José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL

  • La combinación de separatismo y populismo «progresista» de la alcaldesa ofrece un panorama ruinoso para la Cataluña amarilla que hoy celebra su Diada más deprimida y con obsesión fóbica respecto de Madrid y su región

Manuel Valls renunció el pasado 31 de agosto a su acta de concejal en el Ayuntamiento de Barcelona. Él y dos ediles más hicieron a Ada Colau alcaldesa de la Ciudad Condal en junio de 2019 para evitar que lo fuera el independentista Ernest Maragall. El ex primer ministro francés se había presentado a las municipales de mayo de ese año bajo la marca BCN pel Canvi-Ciudadanos. La lista obtuvo 6 asientos en el Ayuntamiento de un total de 41. Las elecciones las ganó ERC con 10 escaños, aunque el partido de la hoy alcaldesa empató en concejales con menos votos. El PSC logró 8, JXC,5 y el PP, 2. Valls favoreció una operación triangular: sus ediles (tres de los seis elegidos) apoyarían a Colau (10) que obtendría el respaldo del PSC (8) para formar una coalición. Y así sucedió y a muchos pareció —entre ellos al que esto escribe— que era preferible Colau a Maragall aplicando el principio del mal menor: una izquierdista radical resultaría menos destructiva que un secesionista también radical.

Sin embargo, ha tenido razón Inés Arrimadas que el 17 de junio de 2019 desautorizó a Valls y fue apartado de Ciudadanos. La jerezana no creyó nunca que Ada Colau fuera mejor que Maragall, sino que la una y el otro disponían de la misma capacidad para desestabilizar el Ayuntamiento de Barcelona y de hacer una labor de zapa contrainstitucional. La renuncia de Valls, que no ha sido capaz de concluir su compromiso con los electores barceloneses y la errática gestión de Colau rectifican las bondades de aquella decisión: Ernest Maragall no hubiese sido peor alcalde de Barcelona que la «común» y agitadora Colau. Los socialistas catalanes, pese a todo, la sostienen y se llaman a andanas ante sus reiteradas actitudes desafiantes a su acuerdo municipal y ante sus decisiones excéntricas. La alcaldesa de la capital de Cataluña padece un colosal afán de notoriedad que le impulsa a ser el muerto en el entierro y la niña en el bautizo. Alguien con mucha perspicacia la ha comparado con Zelig, un personaje de Woody Allen que se reencarna en versiones camaleónicas en función de su interlocutor de turno.

Lo más grave de Colau, sin embargo, es que está hundiendo Barcelona. Lo afirman, con esa discreción cautelosa (¿miedosa?) que se ha extendido como un canon de comportamiento en la ciudad, personalidades representativas de la empresa y la economía, de la cultura y la universidad. A la alcaldesa no le gusta la urbe que rige: pretende cambiar el modelo de la capital —en la que el turismo es esencial para su economía— sin determinar cuál es el alternativo. O acaso sí lo tenga: aplicar políticas de tierra quemada diluyendo los supuestos criterios ideológicos capitalistas que ella cree singularizan a la ciudad. 

Lo último, de momento, ha sido su negativa feroz —mayor aún que la de los más ultras secesionistas— a que AENA invierta en el Prat y en sus conexiones 1.700 millones de euros porque su ampliación comportaría la afectación ecológica del paraje denominado La Ricarda, sin dar opción a una negociación o a un estudio que trate de evitar, disminuir o compensar los efectos colaterales que puedan deducirse de la mejora de una infraestructura esencial para Cataluña y, por lo tanto, para toda España tal y como ha explicado Maurici Lucena, un gestor catalán del PSC eficaz y flexible. La negativa a la ampliación aeroportuaria, formulada en un estilo cuartelero de ordeno y mando, pese a que ella carece de competencias sobre esa infraestructura, y el descontrol —seguridad, limpieza, tráfico, transporte— en otros importantes aspectos de la gestión municipal le granjean a Colau abucheos públicos como en el pregón de las fiestas del barrio de Gràcia el pasado 15 de agosto, que le llevaron a lagrimar en público mientras el indultado Jordi Cuixart lanzaba su alegato independentista. Colau es una política que está hecha para la agitación pero no para la gestión. Ni quiere, ni sabe, ni puede. 

Colau ha sido un error político de Valls y del PSC. Es, de hecho, un apoyo externo al independentismo y no es leal con sus socios

El termómetro de Barcelona señala la temperatura socioeconómica de Cataluña. Y si la referencia del estado de su salud socioeconómica podría ser una comparativa con Madrid, todas las variables le resultan adversas. La combinación de separatismo y populismo «progresista», que hoy se mostrará en la Diada, ofrece una resultante ruinosa para la comunidad catalana: los jóvenes «olvidan la independencia» en Barcelona (‘La Vanguardia’ de 21 de agosto, según un amplio estudio de Carles Castro) pero la abrazan las clases acomodadas y autóctonas; Cataluña ha perdido ya el liderazgo en el número de empresas con sede fiscal allí (‘Expansión’ del pasado 7 de septiembre); Madrid representa el 70% de las aportaciones netas a la caja común de las comunidades autónomas y es la única comunidad sin tributos propios (‘ABC”’ de 7 de agosto); la demografía en Cataluña está estancada y su saldo migratorio es negativo (INE) y, por supuesto, la inversión en Barajas (1.600 millones de euros) continúa adelante. Todas —y más que podrían listarse— son variables que marcan la decadencia de Barcelona en la que separatistas y comunes-morados han desarrollado una obsesión fóbica contra la capital de España y su región como acredita la encuesta de Metroscopia conocida ayer.

Colau ha sido un error político de Valls y del PSC. Es, de hecho, un apoyo externo al independentismo —con la colaboración de Jaume Asens—, no es leal con sus socios del PSC, pretende dar el salto a la política nacional con Yolanda Díaz que es tan desleal con Sánchez como Pablo Iglesias pero con sonrisa incorporada de serie y, en fin, por dura que sea la descripción, le cuadra la que de ella hizo en este periódico Valentí Puig el pasado 22 de agosto: es una «okupa institucional» que está por debajo de lo que merece la capital de Cataluña, segunda ciudad de España. Sí, Manuel Valls se confundió. Seguramente, Colau hoy estará en la calle, celebrando la Diada amarilla más deprimida desde 2012, la Diada del fracaso.