IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sobre Benedicto cayó una suerte de anatema por defender la superioridad ética de una religión que rechaza la violencia

EN los balances y análisis necrológicos de Benedicto XVI, el llamado ‘incidente de Ratisbona’ figura de manera casi unánime en el listado de errores de su pontificado. El propio Papa desaparecido admitió en cierta forma, al matizar ‘a posteriori’ su controvertido discurso de 2006 en aquella Universidad alemana, que había caído en un gazapo político o diplomático al dar lugar a un escándalo indeseado. Quizá en aquel momento inicial habló más como el teólogo o pensador que era antes de convertirse en líder espiritual y orgánico de la Iglesia, un puesto entre cuyas funciones conviene evitar las polémicas, pero sus reflexiones críticas sobre el conflicto entre razón y fe en el islam fueron sustancialmente correctas. Lo que vino a decir, en muy resumidas cuentas, es que la religión cristiana había evolucionado más y mejor que la musulmana gracias a su fusión inicial con la tradición filosófica romana y helénica. El jaleo que se armó fue notable, incluidas acusaciones de abonar una mentalidad supremacista europea; sin embargo ni entonces ni ahora hay modo de refutar que mientras los valores éticos del cristianismo han resultado esenciales en la construcción del pensamiento y el orden jurídico de las sociedades democráticas modernas, en el código moral islámico existe una raíz de imposición excluyente y violenta incompatible con la regulación de la convivencia que rige en los sistemas contemporáneos de libertades plenas.

La suya fue una exposición más teórica, más suavizada por el academicismo, aunque acaso sobró una cita descontextualizada –«brusca», dijo más tarde– de cierto emperador bizantino. Y desde luego aquella conferencia resultó cualquier cosa menos una invitación al ecumenismo, aspecto al que Benedicto otorgó menos énfasis que su sucesor Francisco. Pero las cosas son como son, más allá de que en el islam también haya numerosos teólogos comprometidos con una interpretación doctrinal de progreso pacífico y un (minoritario) sector tolerante con la descreencia o el laicismo. Bernard Lewis, el prestigioso arabista de Princeton, tiene analizada la simbiosis histórica entre religión y política –Estado– del mundo musulmán, plasmada en constructos sociales y en una teoría de símbolos lingüísticos. Y destaca la ausencia de sociedad civil como los occidentales la conocemos: un cuerpo de personas avenido por propia voluntad, sin relaciones de dependencia o sometimiento. Ratzinger no fue siquiera tan lejos; se limitó a constatar la ausencia de un período de transformación crítica como el que la Iglesia vivió para adaptarse a los tiempos nuevos. Su problema consistió en que lo hizo en pleno debate sobre el fracaso del multiculturalismo y sobre todo en que, confiado en sus convicciones intelectuales, se atrevió a hablar sin miedo. Ese fue siempre su ‘error’ predilecto: oponerse a la confusión relativista con el rigor del conocimiento.