Luis Ventoso- ABC
Al final entendió que el sentimentalismo había embotado su buen juicio
Marcel Proust era un raro, un snob hipersensible y excéntrico, un asmático que descuidaba su salud y se marchó al más allá con solo 51 años, en 1922. Escribía de noche lo que sería su extensa obra maestra, abrigadísimo en la cama de su celebérrimo cuarto acorchado. Al alba se atiborraba de Veronal para conciliar el sueño y amanecía a la caída de la tarde, con cafeína a jarras para desperezar su particular jet lag. A veces sobrevivía varios días solo con leche, compota de fruta y litros de café. Sus modales eran excelentes, su homosexualidad notoria y críptica a la vez. Su familia –eficiente, rica y judía– gozaba en París de las mejores credenciales. Su padre era un galeno eminente. A su sombra, el extraño y suave Marcel parecía una pérdida de tiempo, un diletante de salón, achacoso, grato, sin mucho recorrido. «Es la persona más notable que he visto en mi vida. ¡Cena con el abrigo puesto!», se cachondeó el embajador británico, tras topárselo en la mesa de un gran restaurante ataviado con su abrigo de piel de nutria (el diplomático no sabía lo peor: por las noches lo empleaba como colcha). Pero aquel esteta pálido y ojeroso, aquel voyeur de flor al ojal, fue uno de los más profundos conocedores de las pulsiones humanas.
«Por el camino de Swann», el primer volumen de «En busca del tiempo perdido», no solo evoca el efecto mnemotécnico de la famosa magdalena que lo retrotrae a su infancia, sino que también relata los amoríos del caballero Charles Swann con lo Odette de Crécy, quien antes del imperio de la corrección política habría sido resumida como una pelandrusca. Swann era un dandi rico y erudito, importante coleccionista y de ancha inteligencia. Odette constituía lo que la Francia de la época denominaba una «demi-mondaine!», una mujer semi mundana, con un difuso pasado como meretriz. Insensible, tirando a burra y absolutamente banal, lo único reseñable de su persona era cierta lozanía sensual y su habilidad para peinarse y ataviarse. Pero hete aquí que el elegante sabio de vida estable pierde la chaveta por Odette. Swann siente una pasión desatada, sucumbe al abismo de los celos, se arrastra por los bulevares, salones y hoteles de París espiando a Odette con compulsión masoquista. Al final acaba despertando de su enajenación sentimental transitoria y él mismo se asombra de cómo se veló su buen juicio: «¡Cada vez que pienso que he malgastado mis mejores años, que me quise morir, que sentí el amor más grande de mi vida, todo por una mujer que no me gustaba, que no era de mi tipo!».
Lo siento por aquellos que se estaban sintiendo aliviados. Pero me temo que este es otro artículo sobre la revuelta separatista. Cataluña es Swann y la independencia es Odette. Aspirar a salir de la UE, a perder el 30% del PIB, doblar el paro, no poder pagar las pensiones, enojar a los consumidores del resto de España –Cataluña vende más a Cantabria y Murcia que a China y EE.UU juntos–, levantar una frontera entre Teruel y Tarragona e ir de víctima cuando eres la comunidad más rica de España es, simplemente, lo que es: una enajenación sentimental transitoria.