Carlos Sánchez-El Confidencial
- Lo que está en juego en la ampliación de El Prat es el valor del interés general frente al particular. Va mucho más allá que la simple ampliación de un aeropuertor
Los economistas suelen hablar de la maldición de las materias primas para referirse a aquellos países que no saben gestionarlas y acaban arruinados. En la literatura económica hay múltiples casos. El más obvio, como se sabe, es el de Venezuela, aunque hay muchos más en Latinoamérica o África, donde tanto la corrupción como un neocolonialismo extractivo que ha saqueado los recursos naturales han multiplicado los Estados fallidos. Muchas veces provocando guerras repugnantes. Por el contrario, hay otras naciones que han sabido gestionar sus recursos.
El caso más evidente es el de Noruega, que ha logrado hacer compatible un crecimiento sostenible en el tiempo con la explotación de sus ricos yacimientos de hidrocarburos. El resultado se traduce en un imponente fondo de pensiones que cuenta con un patrimonio de más de un billón de euros, una cifra algo menor que el PIB de España en 2020.
Noruega, con los dividendos que le generan las exportaciones de gas y petróleo —precisamente, los agentes más contaminantes—, está embarcada en la electrificación de su aparato productivo en aras de luchar contra el cambio climático. Hoy, de hecho, es uno de los países más avanzados del mundo. Entre otras razones, porque el calentamiento global amenaza sus costas más cercanas al Ártico.
Noruega no ha cegado su principal fuente de riqueza. Al mismo tiempo que saca petróleo y gas, avanza en la descarbonización del país
A sus gobernantes, sin embargo, no se les ha ocurrido cegar la fuente de su riqueza cerrando las plataformas petrolíferas. Por el contrario, el Directorio de Petróleo Noruego, que es el encargado de gestionar sus inmensas reservas de hidrocarburos, ha invertido en los dos últimos años 150.000 millones de coronas noruegas (unos 15.000 millones de euros) en la industria petrolera, y hasta 2025 prevé invertir anualmente una cantidad similar. No en vano, el 12% de los ingresos fiscales de Noruega proceden de la explotación de sus yacimientos, sin contar los recursos que obtiene de los campos que gestiona directamente el Estado.
Frente a esta realidad, se alza el caso de la ampliación del aeropuerto de El Prat. La legítima oposición de muchos vecinos, de los alcaldes más cercanos a la nueva terminal y de una parte del Govern —es legítima porque oponerse está en el ADN de las democracias— ha paralizado el proyecto. Como consecuencia de ello, Moncloa ha anunciado que hasta dentro de cinco años no hay nada más de qué hablar, lo cual es un sinsentido porque el plan de inversiones de Aena puede ser revisado en cualquier momento.
En este caso, lo que está en juego es una inversión de 1.700 millones de euros y decenas de miles de puestos de trabajo directos e indirectos, lo que refleja su importancia.
Una inversión estratégica
La ampliación del Prat no es, por supuesto, el único caso en el que la oposición de los vecinos o de las autoridades locales frena un plan de inversiones por causas medioambientales. Pero es, sin duda, el más llamativo. Y lo es porque al tratarse de una inversión estratégica para España, cuyo PIB es muy dependiente del turismo y de sus actividades conexas, aflora un debate sobre los límites de las competencias locales y autonómicas y el interés general.
Conviene recordar que el artículo 128.1 de la Constitución —frecuentemente reivindicado por la izquierda con sólidos argumentos— dice textualmente que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». Obviamente, siempre que ese interés general esté debidamente justificado y no sea un mero capricho del gobernante de turno.
El interés general —y La Ricarda es de propiedad privada— prevalece sobre los intereses locales, lo que justifica, por ejemplo, las expropiaciones
Otro artículo, el 131.1 hurga en la misma dirección y establece que el Estado, mediante ley, podrá «planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución». Como ocurre con el anterior artículo, la izquierda ha reivindicado históricamente el papel planificador del Estado en aras de servir al interés general. De hecho, la propia Constitución obliga a crear un Consejo estatal planificador que nunca ha visto la luz. El artículo 45, por último, aclara que los poderes públicos tienen la obligación de velar por la «utilización racional» de los recursos naturales, pero, aclara, debe hacerlo «apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva».
Hay pocas dudas, por lo tanto, de que el interés general —y La Ricarda, hay que recordarlo, es de propiedad privada— prevalece sobre los intereses locales, lo que justifica, por ejemplo, las expropiaciones en aras de favorecer el bien común. Por supuesto, haciéndolo compatible con el medioambiente. No es un asunto irrelevante teniendo en cuenta que las nuevas tecnologías han acelerado el interés por los recursos naturales. En particular, por la minería. La búsqueda de tierras raras, por ejemplo, se ha convertido en algo estratégico para muchos países. Precisamente, porque de su aprovisionamiento depende su soberanía tecnológica. La propia Unión Europea ha lanzado su proyecto de autonomía estratégica con el objetivo de no depender tanto de EEUU y China, con una enorme capacidad de presión sobre los Estados.
Aprovisionamiento de recursos
Lo paradójico es que la propia legislación de la Unión Europea, en muchos casos, impide avanzar en esa dirección —la soberanía en el aprovisionamiento de recursos naturales—porque su propia normativa lo impide. Tampoco las legislaciones nacionales lo favorecen.
Una maraña de normas en todos los niveles administrativos, muchas veces contradictorias y en demasiadas ocasiones arbitrarias, ya que hacen prevalecer los localismos sobre el interés general, frenan la explotación sensata de los minerales, que como han evidenciado muchos estudios pueden contribuir a la descarbonización. Esta es la paradoja. Nadie quiere tener cerca de su pueblo o ciudad una cementera, una planta química, una refinería o un depósito de residuos, pero es evidente que sin esas industrias no solo el tejido productivo sería un páramo, sino que, además, el propio concepto de soberanía estaría vacío de contenido más de lo que lo está hoy.
Se da la circunstancia, sin embargo, de que gracias al incremento de las nuevas necesidades de minerales para uso tecnológico, tierras que antes se consideraban infértiles hoy tienen un alto valor económico. En el caso de España, la mayoría de esos recursos se localizan en el tercio occidental de la península, en una línea vertical imaginaria que une Asturias y Huelva, pero las trabas administrativas —por supuesto, que en muchos casos justificadas— hacen inviable su explotación.
Hispanoil exploró las aguas de Guinea en busca del petróleo. Lo encontró, pero no vio rentabilidad. Los ingenieros de ExxonMobil sí
No es poca cosa teniendo en cuenta que se trata de regiones despobladas, con bajo nivel de renta, y cuyo futuro está en la emigración de los jóvenes hacia territorios más poblados, lo que explica que hoy se hable de economías de aglomeración. Ante la penuria laboral, solo queda emigrar, aunque en el subsuelo se encuentren auténticos tesoros. No es que haya que desmantelar el Estado autonómico, que sería un inmenso error, o que haya que despreciar el medioambiente, que sería una catástrofe, sino que el objetivo debería ser encontrar puntos de aproximación entre el interés local y el general, algo que hoy se antoja imposible por esa campaña electoral permanente que vive hoy la política nacional. Y el hecho de que se haya acercado tanto la ampliación de El Prat a la Diada no deja de ser un error por parte de la Moncloa.
Fiasco en Guinea
España, con una auténtica hipertrofia legislativa en materia medioambiental, más por la cantidad que por la calidad, tiene ya alguna experiencia en esto. La empresa pública Hispanoil, que está en los antecedentes de Repsol, exploró a finales de los años 70 las aguas de Guinea Ecuatorial en busca del petróleo. Tuvo suerte y lo encontró, pero sus directivos, se supone que con los análisis técnicos preceptivos, pensaron que no sería rentable. Al poco tiempo, sin embargo, llegaron a Malabo los ingenieros de ExxonMobil y descubrieron que allí había un gran negocio. Hoy, la compañía estadounidense, sucesora de la legendaria Standard Oil de Rockefeeller, explota esa inmensa riqueza que los españoles no supieron ver.
En este caso, fue una negligencia lo que impidió que España se pudiera beneficiar de un yacimiento que estaba a su alcance, pero con solo echar un vistazo a su historia se puede observar que no fue fruto de la fatalidad. El desdén por el progreso, que no es incompatible con la explotación racional de los recursos naturales, ha pasado una agria factura.
Como han descrito algunos expertos, durante el siglo XIX, hasta la segunda mitad, la mayor parte de los descubrimientos fueron el fruto de la intuición o la casualidad, y solo cuando llegó capital extranjero se pudo hacer de una manera más sistematizada. Este es el caso de los Rothschild, que se interesaron por el mercurio de Almadén (que Carlos V tuvo que entregar a la casa Fugger para financiar sus guerras, como acreditó Ramón Carande), o del capital británico y francés, que envió a sus ingenieros a España para explotar las minas de Asturias, Almería, Huelva, Linares-La Carolina o los yacimientos de plata de Guadalajara mediante concesiones locales que fomentaron el caciquismo. Su desarrollo, sin embargo, estuvo inicialmente muy limitado debido al tamaño de la superficie permitida en las concesiones, pero cuando esas restricciones físicas desaparecieron, España pudo acelerar su revolución industrial.
El populismo, la demagogia y la basura política se alimentan del paro y de los desclasados obligados a emigrar, y el siglo XX lo ha dejado claro
Hay pocas dudas de que hoy, en el siglo XXI, el principal recurso natural de España, y por eso el caso de la ampliación del aeropuerto de El Prat es de interés general, es el sol. También, cabe recordarlo, para producir energías limpias y acelerar la necesaria descarbonización de la economía. Precisamente, porque en el centro de las políticas de Estado está el empleo. Muchos alcaldes lo entienden, y cabe pensar que también la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, quien dice mantiene una «discrepancia en silencio» con el presidente del Gobierno en esta materia, pero que viaja hasta La Ricarda para hacerse una fotografía con la alcaldesa de Barcelona. Hay silencios atronadores.
Conviene recordar que el populismo, la demagogia y la basura política se alimentan, fundamentalmente, del paro y de los desclasados obligados a emigrar, y la historia de Europa en el siglo XX lo ha dejado nítidamente claro. Y una descarbonización injusta y desequilibrada que se olvide del empleo y que favorezca a las renta altas, es probablemente la peor receta para luchar contra el cambio climático. Eso no es una transición justa. No puede ser una desgracia poseer yacimientos de litio o de petróleo en el subsuelo. Mejor hacer caso a lo que hacen los noruegos.