Carlos Souto-Vozpópuli
- Hay que reconocerlo: es brillante. Es un genio del despiste. Un maestro del golpe de efecto
Mientras Europa entera mastica sus dudas, digiere sus miedos y empieza a sentir los primeros dientes de los aranceles que le ha clavado Donald Trump —que no es nuevo, pero siempre muerde fuerte—, hay un presidente europeo que ha decidido hacer lo impensado.
Hay un presidente europeo que, en medio del peor momento de la guerra comercial entre Estados Unidos y el resto del planeta, en plena tensión con el socio más poderoso que uno puede tener, hace las valijas… y se va a China.
A China.
Pedro Sánchez no es cualquier presidente. Es ese presidente. Capaz de ponerle flores a Ho Chi Minh en un gesto tan inesperado como impostado, mientras sonríe con esa expresión suya —entre duelo histórico y cálculo electoral— que ya forma parte de su repertorio escénico. Pero no es solo folklore diplomático. Es una jugada de manual. Sánchez entiende mejor que nadie el siglo XXI: no importa lo que pase, importa lo que se vea. Y si el problema está en Bruselas o en Washington, él se va a Pekín. Es el Houdini de la política europea. El escapista.
Y no es una casualidad.
Porque no hay que olvidar que los destinos exóticos parecen atraerle, como los espejitos de colores a un turista distraído. Basta recordar que, mientras España intentaba secarse después de la devastadora tormenta Dana —una tragedia climática que todavía no ha terminado de doler como debería—, Pedro Sánchez decidió que el lugar ideal para estar… era Bombay.
A Bombay.
El patrimonio de Ábalos necesita 39 páginas. Las grabaciones de Koldo ya dan para una serie que, si algún productor se anima, podría ser un éxito asegurado: tiene todos los ingredientes clásicos. Sexo, dinero en bolsas, peligro, corrupción, drogas, chicas fáciles y chicas difíciles, y mucho rock and roll. Falta Netflix, pero tiempo al tiempo
Mientras las casas se inundaban y la gente moría arrastrada por el agua en Valencia, mientras el campo se deshacía en barro, mientras media España miraba al cielo con angustia, el presidente paseaba por la India. Riendo y saludando en un descapotable lleno de flores —aunque a esta altura, ya nadie se sorprendería si apareciera sobre una alfombra voladora—, pero el gesto fue idéntico al de hoy: cuando aquí hay tormenta, él viaja donde hay sol.
Es un estilo. Es una táctica. Es, si se quiere, una filosofía de gobierno.
Y mientras tanto, en casa —esa casa llamada España— el desorden crece. La familia presidencial empieza a pasear por los tribunales como quien pasea por la Gran Vía. Los escándalos se acumulan. El patrimonio de Ábalos necesita 39 páginas. Las grabaciones de Koldo ya dan para una serie que, si algún productor se anima, podría ser un éxito asegurado: tiene todos los ingredientes clásicos. Sexo, dinero en bolsas, peligro, corrupción, drogas, chicas fáciles y chicas difíciles, y mucho rock and roll. Falta Netflix, pero tiempo al tiempo.
El hartazgo que ya empieza a aparecer no es solo político, ni siquiera económico. Es un hartazgo moral. Porque España puede tolerar muchas cosas —la inflación, los alquileres imposibles, la incertidumbre—, pero hay un límite. Ese límite se cruzó ya muchas veces. Pero que mientras vivíamos en silencio, encerrados y asustados, algunos dirigentes del propio Gobierno organizaran fiestas en paradores cuando estaban de paseo…eso ya yo no sé cómo calificarlo. Y con una asistencia nutrida, todavía mayor que la conocida hasta la fecha.
La erupción de la corrupción del PSOE en este momento es volcánica, hay lava por todas partes, los funcionarios están a los saltos jugando a no tocar la lava, como un grupo de niños pequeños, pero ese juego siempre termina mal
Estaban allí ministros y altos cargos, entre ellos la ministra Alegría —que hoy, luego de negarlo rotundamente y con una sorprendente naturalidad, lo reconoce— compartiendo noches a tono con su apellido, mientras millones de ciudadanos no podían ni despedirse de sus muertos. Y todo pagado con el dinero de unas mascarillas más malas que pegarle a tu propia madre. La erupción de la corrupción del PSOE en este momento es volcánica, hay lava por todas partes, los funcionarios están a los saltos jugando a no tocar la lava, como un grupo de niños pequeños, pero ese juego siempre termina mal. Hasta los niños lo saben, más tarde o más temprano metes la pata en la lava. Esto no es un escándalo más. Esto perfora otra capa. Porque el hartazgo ya no nace solo del bolsillo ni de las ideas. Es un hartazgo moral.
Pero Sánchez se va a China.
Hay que reconocerlo: es brillante. Es un genio del despiste. Un maestro del golpe de efecto. Un presidente que gobierna con una agenda en la mano y un GPS en la otra: si la tormenta viene del oeste, él se va al este.
Y lo peor —o lo mejor, según se mire— es que siempre le funciona. Hasta que un día —porque siempre llega ese día— la tormenta se sube al avión.
Y entonces, ni China, ni India, ni Ho Chi Minh podrán salvarlo del lugar al que siempre, inevitablemente, terminan volviendo todos los escapistas: su propio escenario.
España. Donde la función nunca se suspende… pero donde el público, a veces, deja de aplaudir.