EL CONFIDENCIAL 07/02/17
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· El Gobierno debería haber intentado la negociación política, y si esta no resultase posible, tomar el toro por los cuernos y utilizar la coerción prevista en el artículo 155 de la Constitución
El proceso soberanista en Cataluña está poniendo en el disparadero al Tribunal Constitucional y a los tribunales ordinarios en aquella comunidad autónoma. Los hechos de ayer en Barcelona han activado las alarmas y agudizado la irritación de los integrantes del órgano de garantías constitucionales y del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. También los fiscales están alterados. La estrategia del Gobierno consiste en utilizar estas instancias sin reparar en su desgaste, al tiempo que el Gabinete evita desplegar las competencias que la Constitución le atribuye. La lógica institucional se ha pervertido.
Se trata de una práctica, sostenida en el tiempo, en función de la cual la fuerza de choque contra el secesionismo es la judicial y no la política. Después del 9-N de 2014, la junta de fiscales del Tribunal Superior catalán ya se negó a interponer querellas criminales por los delitos que ayer comenzaron a enjuiciarse en Barcelona. Eduardo Torres Dulce, a la sazón fiscal general del Estado, ordenó directamente la querella y después dimitió. Quedó pinzado entre la instrucción del Gobierno y la negativa de sus subordinados.
La judicialización de la política es una expresión que no profundiza en su auténtico significado. El Gobierno —si asumiese sus responsabilidades y no se limitase ni solo ni principalmente a emplearlas en exigir respuestas del Constitucional, querellas del Ministerio Público y sentencias de los tribunales— debería haber intentado la negociación política, y si esta no resultase posible, tomar el toro por los cuernos y utilizar medidamente la coerción prevista en el artículo 155 de la Constitución, que pr
Este precepto constitucional resulta especialmente desconocido. Reproduce el 37 de la Ley Fundamental de Bonn y emplaza al Gobierno, ateniéndose al procedimiento establecido por el artículo 189 del reglamento del Senado, a consumar los siguientes pasos:
1) Valorar si las autoridades de la comunidad autónoma catalana está incumpliendo las obligaciones que imponen la Constitución y otras leyes o sus responsables están atentando contra el interés general de España.
2) Si es así, el Gobierno requerirá formalmente al presidente de la comunidad autónoma que cese el incumplimiento.
3) Si no atiende el requerimiento (no hay plazo para que lo haga), el Gobierno puede plantear medidas de intervención —no necesariamente la suspensión de la autonomía— para evitar la conculcación de la Constitución y de las leyes y el perjuicio al interés general de España.
4) Estas medidas se plantean ante el Senado y son informadas por la Comisión General de las Comunidades Autónomas, que reclamará del Gobierno catalán las alegaciones pertinentes y la presencia de un representante.
5) Finalmente, las propuestas del Gobierno se someterán al pleno del Senado, que debe respaldarlas por mayoría absoluta de sus miembros, mayoría con la que ahora cuenta el Partido Popular.
6) El Gobierno de la Generalitat de Cataluña podría recurrir estas medidas ante el Tribunal Constitucional.
El Gobierno de Rajoy no ha transitado por este itinerario. Es de su competencia hacerlo. Ha preferido no desgastarse en el recorrido de ese camino, dejando que el conflicto lo traten de resolver el Tribunal Constitucional, el Superior de Justicia de Cataluña y el Supremo, instancias sobre las que está recayendo una enorme presión ambiental y social allí, y la asunción de un papel decisor que no es el subsidiario que les corresponde cuando el Gobierno ha agotado los recursos de negociación política y de aplicación de sus facultades coercitivas en una medida que ha de ser proporcional y lo menos invasiva posible.
No es cierto, mantienen togados consultados, que la aplicación de medidas al amparo del 155 de la Constitución “cree más crispación que la judicialización”. Por el contrario, consideran que los juicios penales, como el que ayer comenzó en Barcelona, al que seguirán los de Francesc Homs en el Supremo y de Carme Forcadell en el Superior de Justicia catalán, crispan tanto o más que la acción gubernamental, porque implican sanciones penales de carácter personal con eventuales inhabilitaciones que retirarían de la vida política institucional a los ahora acusados y, quizá, mañana condenados. Y añaden: “Nuestras resoluciones en la jurisdicción ordinaria, agotadas las instancias de recurso, son revisables por la justicia europea, en tanto que las decisiones políticas no lo son”. Y crean ‘mártires’.
El Gobierno de Rajoy está ante su asignatura más importante, la políticamente más relevante. Debe intentar (el domingo, Puigdemont pedía en ‘La Vanguardia’ una interlocución con Rajoy al margen del referéndum) la negociación en serio —no como la operación diálogo—, y si esta es infructuosa y persiste el desafío, al menos requerir a la Generalitat como prevé la Constitución y actuar posteriormente en función de como responda.
De lo contrario, es seguro que la cohesión del Constitucional se va a deteriorar y es muy probable que los tribunales hagan como el juez de Badalona que consideró la desobediencia al cierre cautelar del ayuntamiento de aquella ciudad el 12 de octubre pasado como una ‘performance’ y no como un delito, porque entiendan que se les reclama para una función de carácter más político que jurisdiccional. O sea, no es descartable que se produzca una resistencia judicial razonada en sus resoluciones ante el escaqueo del Gobierno en la asunción de sus competencias constitucionales en la cuestión catalana. Lo vamos a comprobar sin demasiada tardanza