Fernando Savater-El País
De las Cortes de Cádiz surgió una nación soberana e indivisible, constituida por personas libres e iguales en derechos, cuyo carácter esencial era ser ciudadanos; lo mismo que hoy la mayoría de los españoles reivindicamos
Para empezar, debo agradecer el honor que me hacen invitándome a hablar en la conmemoración de una fecha histórica tan relevante para la Isla de León y para España entera (**). Pero, a pesar de lo inmerecido e inapropiado de este honor, lo he aceptado y aquí me tienen. Me he sentido obligado a venir por dos razones, una muy personal e íntima, la otra de carácter cívico, de ética ciudadana. Permitan que antes de seguir adelante les explique brevemente estas dos razones.
Salimos de San Sebastián en un autobús decorado por el gran Alberto Corazón, y haciendo alto en ciudades de todo el recorrido llegamos hasta Cádiz, acabando nuestra aventura en el oratorio de San Felipe Neri. De esa hermosa travesía guardo recuerdos que después la pérdida ha hecho dolorosamente imborrables, pero por encima de todos el enorme afecto y el desbordante apoyo cívico que encontramos en tierras gaditanas. ¿Cómo no volver, ahora que me llaman desde aquí? Estoy seguro de que Sara nunca me hubiera perdonado tamaña ingratitud.
La segunda razón es que se trata de conmemorar la implantación de las primeras Cortes democráticas de España, y de hacerlo en el momento histórico actual, cuando precisamente nuestra democracia sufre uno de los peores y más reaccionarios ataques de toda nuestra posguerra. La implantación de las Cortes en 1810 desafió circunstancias extraordinarias: el dueño de Europa, Napoleón, había impuesto a los españoles un rey según su capricho y amenazaba con sus tropas avasalladoras el propio reducto gaditano. También había enemigos interiores, conservadores que consideraban formulaciones como “soberanía de la nación” y “el rey para la nación y no la nación para el rey” poco menos que como blasfemias decapitadoras como las de la Revolución Francesa. Pérez Galdós cuenta con viveza estas decisivas polémicas en el volumen Cádiz de sus Episodios Nacionales.
Por primera vez, otra medida revolucionaria, los diputados a reunirse no iban representando estamentos sino a la nación española. Y por nación entendían una entidad abstracta y colectiva, formada por el conjunto de los ciudadanos constituidos en cuerpo político. Como resume inmejorablemente el historiador y profesor universitario gaditano Juan Torrejón Chaves, “la revolución liberal amaneció con nuevas palabras y sagrados conceptos. Surgió entonces una nación soberana e indivisible, constituida por hombres libres e iguales en derechos, cuyo carácter esencial era el de ser ciudadanos, con independencia de todo lo demás: posición social, riqueza o lugar en que se habitara. La voluntad común se erigía así como superior a toda voluntad particular o de grupo”. Exactamente lo mismo que hoy la mayoría de los españoles seguimos reivindicando.
Jovellanos comentó que este congreso se reunió “para fijar el destino de la nación tan ultrajada y oprimida en su libertad como magnánima y constante en el empeño de defenderla”. El otro día escuché a un vocinglero decir que la democracia española era low cost. Ah no, señor mío, lo que quiera menos eso, porque se ha conseguido a un coste muy alto y muy comprometido. Cuarenta y cuatro años después de la fecha que estamos conmemorando, un cronista alemán nada desdeñable consignaba que “ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses; casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses, y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España”. El cronista que con tono admirativo escribió estas líneas se llamaba Karl Marx.
Llegaron los diputados de la Península y ultramar para formar la nación de todos, no para promocionar identidades particulares como mendigos que exhiben sus muñones a la puerta de la catedral para pedir limosna. La delegación más numerosa fue la de Galicia, seguida por la de Cataluña. Y el primer presidente que eligieron las Cortes fue precisamente catalán: Ramón Lázaro de Dou y Bassols, al que en el panegírico de la Academia de Buenas Letras de Barcelona se calificó como “varón insigne, sabio jurisconsulto, literato distinguido, político consumado, honor de la Universidad de Cervera y gloria de Barcelona, de Cataluña y de toda España”.
A pesar de su edad, 68 años de los de entonces, había arrostrado una larga travesía marítima para estar presente en las Cortes. Lázaro de Dou, comentando el decreto de Nueva Planta, llamó a Felipe V Solón de Cataluña por haber derogado las reliquias del sistema feudal. Y rechazó las opiniones adversas que no faltaban entre sus coterráneos así: “Tal es la índole del hombre que casi nunca cree deber aprobar ni alabar sino lo que ha visto siempre desde niño en su país: las costumbres, las reglas, las leyes, las mismas acciones buenas, las prácticas en ninguna parte le parecen tan excelentes como allí donde ha nacido. Esto depende principalmente de que nosotros solemos juzgar más por sentimiento que por reflexión”. ¡Bravo, mosén Dou!
Las sesiones de la magna asamblea se hicieron en el antiguo Teatro Cómico de la Isla convertido en Salón de Cortes por otro catalán, Antonio Prat. Unos meses más tarde, ya concluidas las sesiones, el diputado por Valencia Joaquín Lorenzo Villanueva, un sacerdote ilustrado y liberal, pidió que el edificio del antiguo teatro se convirtiera en finca de la nación para preservar su dignidad. Propuso como adorno de la fachada poner la fecha de la instauración de las Cortes, 24 de septiembre de 1810, y luego sólo dos palabras: ESPAÑA LIBRE. Que ese sea también nuestro lema, amigas y amigos, compatriotas, sin olvidar nunca que debemos ser nosotros mismos el escudo insustituible de esa libertad.
Fernando Savater es escritor.