IGNACIO CAMACHO-ABC
Es hora de poner fin sin remordimientos a esta mojiganga. España ya tiene una amarga experiencia de treguas trampa
EN su comentario al golpe de Luis Bonaparte, Marx corrigió a Hegel con aquella sentencia tan célebre de que la Historia se repite dos veces: una como tragedia y otra como farsa. La independencia diferida de Eslovenia, en la que trata de inspirarse Puigdemont, tuvo su inevitable parte dramática; costó un centenar de muertos y abrió camino a la catástrofe balcánica. Como modelo resulta, pues, de lo más sugestivo para convertirlo en una bufonada. Acabáramos: después de haber querido parecer escoceses, eslovacos, quebequeses o bálticos, los separatistas catalanes nos traen una falsilla yugoslava.
Pero España no es la Serbia poscomunista de los 90; es una plena nación democrática. Y como tal debe ejercer sin remordimientos la autoridad necesaria para poner fin a esta siniestra mojiganga. Los exegetas del marianismo tal vez se den por satisfechos interpretando que el desafío de secesión se resquebraja; y tendrán su parte de razón porque sin duda el pulso les ha temblado a los soberanistas al punto de hacerles perder parte de la cohesión y la autoconfianza. Precisamente por eso es hora de que el Estado, y en su nombre el Gobierno, aproveche la primera oportunidad en que goza, en este conflicto, de una cierta ventaja. Y no para aceptar mediadores ni diálogo sino para tomar la iniciativa y jugar la partida con sus propias cartas. El peor error que podría cometer Rajoy en este momento es darse por satisfecho con este intervalo suspensivo y seguir haciendo lo que mejor sabe, que es nada. Este país dolorido ya tiene una amarga experiencia de treguas-trampa.
Desde que empezó este juego delirante, España ha llegado a todas las citas tarde. Sin embargo en esta ocasión dispone de una circunstancia aprovechable. Detrás de su victimismo de serie, de la falsa mano tendida y de la venenosa oferta de distensión, el adversario ha pestañeado; ha mermado en consistencia y ya no mira con la misma superioridad arrogante. Su baza es ahora la presión en el ámbito diplomático internacional, siempre proclive al buenismo, y donde su hegemonía propagandística resulta innegable. Al Gobierno, que se puede ver compelido desde Europa a negociar, le va a pesar en ese sentido el lastre del tiempo que dejó pasar por no adelantarse.
Pero el Estado, que tantas veces ha caído en el autoengaño, no puede aflojarse; no mientras la independencia sea considerada un derecho ganado y esgrimida a plazos como amenaza. El constitucionalismo tiene a su favor la ola de energía moral despertada en las últimas semanas entre la población española, y expresada en el discurso del Rey con términos tajantes y palabras clarificadoras. El liderazgo de Rajoy está a prueba; emparedado entre su talante cauteloso y una abrasiva tensión política, le vuelve a tocar una responsabilidad histórica. Hay revoluciones que triunfan y otras que fracasan pero nunca ninguna se ha sofocado sola.