EL CORREO 09/09/13
JOSEBA ARREGI
El que una persona nazca en un mundo lingüístico determinado no significa que no pueda abrirse a otros mundos lingüísticos
Nada hay más seguro que el que en tiempos de gran complejidad como los actuales la simpleza será la gran aliada de la mayoría para poder seguir viviendo con cierta comodidad. Si la democracia se desarrolla en Europa como consecuencia de que la simpleza de los dogmas religiosos conduce a la guerra, la democracia es una forma de gobierno abierta a la gestión de la complejidad. Pero, desde sus comienzos la democracia ha estado sometida a la presión de la simplificación: sólo una definición simple puede dar cuenta de lo que significa la democracia, el pueblo manda.
Algunas referencias recientes apuntaban la idea de que para el presidente del PSE Jesús Eguiguren los vascos no son anticonstitucionalistas, sino que pretenden una constitución distinta a la que les gobierna. Y por distinta, colijo que se refería a una constitución que defina un espacio territorial distinto al actual, un espacio vasco, definido, a su vez, por las diferencias culturales, lingüísticas, de tradición que se dan en el País Vasco.
Esta es una respuesta que han dado siempre los nacionalistas vascos cuando han discutido con los llamados constitucionalistas: nosotros también somos constitucionalistas, sólo que en otra geografía. Pero la idea de Eguiguren, como la de los nacionalistas, pone en claro que no entienden lo que constituye el espacio constitucional tal y como éste ha ido desarrollándose a partir de la tradición constitucional iniciada por la constitución revolucionaria francesa de 1792.
Lo específico de una constitución democrática no radica en el espacio geográfico en el que se aplica, sino el espacio que queda definido por la sumisión del poder soberano al imperio del derecho. Y si el espacio del derecho es un espacio potencialmente universal, el espacio constitucional no queda limitado a una geografía, sino que es, también, potencialmente universal.
Claro que la tradición constitucional democrática iniciada por la revolución francesa tiene un espacio geográfico bien delimitado inicialmente, el de la Francia heredada de la monarquía absoluta. Claro que la tradición constitucional democrática iniciada por la revolución francesa habla francés, que los derechos universales del hombre proclamados por su constitución hablan francés.
Pero lo importante no es el punto de partida, sino la fuerza que impulsa a esos derechos del hombre que nacen hablando francés a hablar otras lenguas, a extenderse por otras geografías, a buscar la universalización inherente a su misma idea de derechos humanos. El hecho de que una persona nazca en un mundo lingüístico determinado no significa que no pueda abrirse a otros mundos lingüísticos, ni que ese mundo lingüístico de nacimiento suyo no sea, por efecto de la historia humana, en sí mismo ya una amalgama inextricable de muchos mundos lingüísticos y de muchas culturas.
Una constitución, que irremediablemente siempre tiene como punto de partida un espacio geográfico, social y cultural delimitado, se caracteriza como democrática por su capacidad de transcender precisamente esa limitación: el espacio constitucional alemán, el francés, el británico, el sueco o el holandés no está limitado a cada uno de esos países, sino que está abierto al espacio constitucional de los Derechos Humanos delimitado por la corte del mismo nombre de Estrasburgo. Un preso de ETA, una soldado alemana o cualquier ciudadano francés está constituido en sus derechos fundamentales por la geografía del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y no por la geografía de su país.
El espacio constitucional democrático implica una geografía delimitada, pero siempre que esa geografía esté potencialmente transcendida hacia la universalidad que implican los derechos humanos, los derechos fundamentales, las garantías de libertad de opinión, de conciencia, de expresión, de asociación y de representación. La geografía cuenta, la concreción de las lenguas y culturas cuenta, pero son democráticas sólo en su sumisión a la universalidad del imperio del derecho. Por eso no tiene sentido alguno decir que sí se acepta el constitucionalismo, pero aplicado a otra geografía, porque implica no entender que la sumisión al imperio del derecho, sin el que no hay democracia, relega a la geografía a un segundo lugar.
La aplicación de estas ideas, o su olvido o desconocimiento, conlleva serias consecuencias. Los miembros de Etikarte han escrito recientemente un artículo en el que explicitan las condiciones a respetar para poder fundamentar una convivencia democrática en paz. Aparte del canto a los hechos separados de las interpretaciones, un canto que requiere un examen crítico serio, subrayan la necesidad de aceptar como uno de esos hechos sin interpretación el de la existencia de un conflicto entre el pueblo vasco y el Estado español, y por lo tanto la falta de legitimidad de la exigencia de renuncia a lo que implica ese hecho del conflicto porque haya sido utilizado por ETA en su lucha terrorista.
Al igual que es criticable la separación de hechos e interpretaciones, es criticable la separación que presupone ese planteamiento entre medios y fines. Pero dejando de lado también este aspecto, la convivencia en libertad de quienes somos diferentes internamente, no respecto a un exterior definido como estado español, sino dentro de la sociedad o pueblo vasco, sólo es posible en un marco constitucional que garantice la libertad de conciencia, de opinión, de identidad, de lengua, de sentimiento de pertenencia de cada uno de los ciudadanos vascos.
La pregunta a formular entonces es la siguiente: ¿es posible que un proyecto político que parte de subsumir en el colectivo pueblo vasco en conflicto con el Estado democrático y constitucional español a todos los habitantes de Euskadi, de Navarra y del País Vascofrancés, negando la constatable realidad de que muchos vascos no lo sienten así, sea tenido por democrático? Porque si no lo es, y yo creo que no lo es, entonces no puede ser fundamento de ninguna convivencia democrática.