Juan Luis Cebrián me recibió con tiempo: dos horas largas en la menguante sede del Grupo Prisa, Gran Vía 32, y otro rato en la Real Academia Española. Era jueves por la tarde, los académicos tenían sesión y Cebrián parecía contento de poder hablar. Lo hizo sin cálculos y con naturalidad. Reconoció que el futuro no es lo que era para los mediadores: «La crisis de los periódicos es la crisis de la democracia representativa. Y va a ir a peor». Se enredó en una discusión sobre la mentira: «La verdad es un concepto como la belleza». Se sacudió la etiqueta ideológica: «Lo importante no es si un hospital es público, concertado o de gestión público–privada, sino que el servicio sea de calidad e igual para todos». Apostó por Susana Díaz: «Va a ganar». Y habló con nostalgia del Partido Socialista: «Ha perdido identidad porque desde hace tiempo sus líderes no saben lo que quieren hacer con España. El poder ha de conquistarse, sí, pero para algo. ¿Qué España de futuro representa el PSOE? Yo no tengo ni idea porque nadie lo ha explicado».
Las reflexiones de Cebrián, del 135 al 155, ilustran un doble proceso: el acercamiento entre los viejos duelistas de la política europea, la socialdemocracia y el espacio liberal-conservador. Y la evolución de un sector de la izquierda española ante la amenaza populista. Ese jueves, Felipe González y José María Aznar arropaban juntos al padre del preso político venezolano Leopoldo López. No hubo concesiones a la cordialidad, pero la imagen fija una nueva frontera: de un lado, los defensores del orden democrático liberal. Del otro, Podemos y su padre putativo, el inMaduroZapatero. El problema de Cebrián, como el de España, es el PSOE actual.
Hace unos días, Rodríguez Ibarra almorzó con Pedro Sánchez en Oropesa. Su conclusión es que el joven bonzo puede ganar… Y el PSOE romperse. Sánchez es la demonización de la derecha democrática y la alianza de la izquierda con el nacionalismo. Es decir, la fórmula que nos ha traído hasta aquí, agravada por la entropía, la endogamia y el empoderamiento de la incompetencia. Pero lleva la iniciativa y ha encontrado el punto G de la militancia: contigo y contra el poder, sea Génova o Gestora. El viernes leí su documento Por una nueva (sic) socialdemocracia (sic). Es pura ropa vieja, con sus bolas de naftalina comunista. Se inventa una abominable criatura ibérica, el Rajoy neoliberal. Propone 30 horitas de trabajo semanal y una renta básica interplanetaria. A las chicas nos funde con los osos polares en una desganada coletilla eco-feminista. Promete «una transición no violenta hacia la sociedad postcapitalista». Pobres pero en paz. Ataca a la Iglesia del camarada Bergoglio. Convierte a España en una nación federal de naciones y por tanto a Madrid en nación. O no. Hace un guinyo a Catalunya quitándole la ñ. Advierte de que «la existencia de identidades nacionales diferentes no puede convertirse en un instrumento político de dominación y segregación de unos ciudadanos sobre otros». La segregación de Junqueras sobre Arrimadas. Y, como víctima colateral del carnaval estudiantil del 68 (Aron), reserva su prosa y su pensamiento más cristalinos para la nueva generación: «Debemos avanzar hacia una educación que cumpla los objetivos de comprensividad, compensación, inclusión, interculturalidad y atención a la diversidad, con un currículo avanzado y más flexible centrado en la adquisición de competencias clave a través de métodos de enseñanza más colaborativos y pedagogías personalizadas para una época de transición ecológica y digital». Pensar que Borrell ha dado el aval de su inteligencia a este documento… Lo que hacen los sentimientos.
Volvamos a la razón. Se han cumplido 100 años del inicio de la Revolución Rusa. Qué gran oportunidad para editar en español Le Spectateur Engagé. El libro recoge las entrevistas que dos jóvenes periodistas de izquierdas le hicieron a Raymond Aron para la televisión francesa en 1980. Y todos los socialdemócratas deberían leerlo. Incluidos los de Ciudadanos y el PP. Aron era lo que ahora llaman un liberal progresista. Pero en serio. Nunca confundió el centro con la indefinición ni el progreso con el determinismo. Al revés. Con claridad trazó la analogía totalitaria entre nazismo y comunismo, y exigió a su generación un compromiso inequívoco con la libertad. «No basta con no ser comunistas», decía, antes de Archipiélago Gulag. «Hay que ser anticomunistas». Sartre y los sectarios intentaban arrinconarlo: «Es inteligente, pero de derechas». Y él seguía a lo suyo: en la búsqueda obstinada de la verdad. L’intelligence au travail.
Aron comprendió su siglo. Y también el nuestro. Espectador, anticipó las dificultades que tendría la izquierda para sustituir al marxismo omnicomprensivo. Sus escarceos con el multiculturalismo, el identitarismo, el altermundialismo y el loqueseaismo. Y advirtió de su probable vuelta al atajo de la gran utopía. Engagé, comprometido, sentó las bases de una imprescindible coalición: «Lo que está en juego es el sistema democrático. Y eso nos obliga a ponernos de acuerdo a la izquierda moderada y a un liberal como yo». El eje de ese acuerdo era y es la razón. Lo que Aron, con emocionante minimalismo, definió como «esa forma de pensar que da una oportunidad a la verdad». A nuestros socialistas el consenso les inquieta. Es natural. Quieren que les distingan, como el Alceste de Molière. Y temen que a menos conflicto en la tierra más competencia en el cielo. Pero se equivocan. Hay momentos cruciales en la historia cuando la pluralidad debe reagruparse en defensa del pluralismo. Y Podemos es a la izquierda lo que el alt-right a la derecha: un sórdido rincón. La alternativa a Le Pen no es Hamon sino Macron. Y la alternativa a Rajoy no es Sánchez sino Javier Fernández, que el sábado, ante 600 personas, defendió una socialdemocracia anclada en la realidad: «Hacen falta políticos alejados del populismo, la demagogia y la simplificación». El problema es que Fernández habla desde fuera del poder. Y lo peor, que no quiere aspirar a él.
Agotados los temas, a modo de provocación y de síntesis, el periodista Missika le preguntó a Aron: «¿Y es posible movilizar a los hombres sin un relato mesiánico, nacionalista, comunista o de otro orden?» Aron hizo una pausa y contestó: «Se puede». Antes había reconocido los límites de su compromiso: «Para pensar sobre la política, hay que ser lo más racional posible. Pero para hacerla, inevitablemente hay que jugar con las pasiones. La actividad política es, por tanto, impura y es por eso que yo he preferido la reflexión». Encarar la impureza. Competir por el poder con la mano de la demagogia atada a la espalda. Vencer en las urnas sólo con la verdad. Este es el reto de la izquierda y la derecha razonables de nuestro tiempo. El desafío que Fernández, el espectador comprometido, no quiere asumir.