- La política económica, como tantas otras, ha terminado convertida en retórica de mucho ruido y poca sustancia. No se habla de otra cosa, pero se hace muy poco y lo que se hace es conservador, cortoplacista, titubeante
La campaña del presidente Bill Clinton de 1992 alcanzó fama mundial con una concisa expresión: “¡la economía, estúpido!” (the economy, stupid!). El exabrupto llamaba a concentrarse en los problemas económicos cotidianos de los Estados Unidos y de paso dejaba en mal lugar a Bush padre y los republicanos, incapaces de captar la evidencia. La consigna hizo fortuna en las demás democracias, y aunque la preocupación por la economía (que siempre será insuficiente) es tan antigua como el Estado, las campañas electorales de muchos países desarrollados comenzaron a centrarse casi en exclusiva en la economía. Postularse para el voto popular equivalía a presentarse como un equipo de expertos gestores económicos capaces de resolver las más intrincadas problemáticas monetarias, financieras, laborales y fiscales, manteniendo en marcha la máquina de la prosperidad material y la promesa del crecimiento futuro. Aznar hizo algo parecido –“paro, despilfarro y corrupción”- contra el agotado Felipe González.
Paradójicamente, la obsesión política con la economía a menudo olvida las cuestiones materiales más básicas. Politiza un mundo muy particular donde los procesos espontáneos, las reglas impersonales y el puro azar tienen más importancia que las rigurosas -es un decir- medidas de política económica. Véase lo sucedido en los últimos tristes cinco años con la irrupción de la pandemia, la guerra de Ucrania y el auge de una inflación mundial que, como siempre, tiene muchas explicaciones parciales, pero pocas completas. Al final, la inflación se acabará cuando se acabe tras provocar ríos de declaraciones e inundaciones de tinta.
“¡No se podía saber!”, lamenta el coro de expertos espléndidamente pagados por describir lo que todos vemos y acertar aleatoriamente en sus previsiones
La hemeroteca es cruel, y si buscamos pronósticos de peligro de inflación entre los prebostes encargados de vigilarla o entre los analistas más reputados, muy pocos previeron el presente: en 2018, el Banco Central Europeo sostenía que era un indicador bajo control. En cierto sentido, la pandemia con la caída del comercio mundial, los palos de ciego chinos y la barbarie de Putin -con el encarecimiento de la energía- han venido que ni pintados para justificar a posteriori la irrupción de lo inesperado. “¡No se podía saber!”, lamenta el coro de expertos espléndidamente pagados por describir lo que todos vemos y acertar aleatoriamente en sus previsiones.
Puerta abierta a otros desastres
La escasa armonía entre política económica y economía real ha llevado a buena parte de la sociedad al escepticismo en la materia, aumentando la distancia con la clase política ortodoxa y sus escasamente productivas obsesiones con los indicadores económicos. Lo que la mayoría de la gente quiere es simple: mantener su nivel de vida, un trabajo seguro, una futura pensión potable, impuestos razonables y servicios públicos aceptables. Sin embargo, España es el país de la OCDE donde más ha bajado la capacidad adquisitiva media, la sanidad cruje ominosamente como un edificio al borde del colapso, y el futuro de las pensiones está en entredicho. Frente a esta realidad poco halagüeña, por mucho que no sea tan mala como se temía en muchos observatorios no hace tanto, ¿cómo reacciona la clase política?: hablando de economía imitando a Clinton, pero solo hablando.
Ciertamente, no dicen lo mismo. Es verdad que el Gobierno y su Santa Compaña prefieren la ingeniería estadística para maquillar fracasos o mentir descaradamente (por ejemplo, sobre el desempleo), y el triunfalismo estruendoso cuando algo sale bien o no tan mal como se temía, salpimentando con el obsceno anticapitalismo de pandereta de la oposición gubernamental al Gobierno, es decir, Podemos y Yolanda Díez (esta según los días). Respecto a la oposición, la política económica de Vox es tan esquemática que cuenta poco. Pero el PP de Feijóo muestra un continuismo sin fisuras con la tradición marianista de la “buena gestión” y el “realismo económico”. Poco más tenemos que esos alardes, en entredicho por pifias como la desvelada por Vozpópuli: nombrar a un simpatizante del separatismo catalán para el Consejo del Banco de España. Despropósito que pone en evidencia la escasa capacidad del PP para innovar, localizar y promover talentos y otros peligrosos defectos, como el nefando hábito de repartirse con el PSOE el control de las instituciones supervisoras.
Y así la política económica, como tantas otras, ha terminado convertida en retórica de mucho ruido y poca sustancia. No se habla de otra cosa, pero se hace muy poco y lo que se hace es conservador, cortoplacista, titubeante e insuficiente. Ni siquiera hay capacidad para aprovechar los fondos europeos, y todos sospechamos que los pocos implementados se usan mal o desvían a subvenciones absurdas y políticas. Es el espejismo económico que domina la vida pública: no resuelve los problemas económicos, pero convierte la política en puro teatro de títeres hablando de economía.
La verborrea sobre coliving y anglicismos blanqueadores similares (coworking) de la nueva pobreza emergente solo es una burla añadida
Veamos el caso de la vivienda: recientemente un profesional del ramo explicaba que hace no tanto el problema era el precio del alquiler de un piso, pero que el problema actual es el costo de una habitación en una vivienda compartida. Y ninguna administración nace nada eficiente al respecto. Parecen llamar a los jóvenes e inmigrantes a resignarse a nuevos años de realquilados con derecho a baño y cocina en viviendas atestadas. La verborrea sobre coliving y anglicismos blanqueadores similares (coworking) de la nueva pobreza emergente solo es una burla añadida.
El problema de la sanidad es similar: la pandemia ha puesto de manifiesto debilidades conocidas y arrastradas desde hace muchos años, especialmente escasez de personal con bajas tasas de sustitución, plazas de MIR insuficientes, decadencia de la asistencia primaria y pobres condiciones profesionales (absurdamente, formamos médicos y enfermeras que emigran a los países vecinos que ofrecen mejores condiciones laborales). Mientras todos se acusan, la paleoizquierda con especial saña contra Ayuso, el sistema se deteriora sin que nadie proponga arreglos eficientes y realistas.
Y mientras la clase política tradicional se aferra a la palabrería económica, se acumulan las leyes delirantes que perjudican también la calidad de vida de la ciudadanía más allá de lo material: privilegios para golpistas y corruptos (reforma del CP en malversación y supresión de la sedición), ley del “solo sí es sí” que beneficia a violadores, de “memoria democrática” que pretende imponer un relato ideológico único, de bienestar animal que criminaliza matar ratones, ley trans y otros delirios donde ineptitud profunda y disparate ideológico copulan criando monstruos jurídicos.
No es, desde luego, un problema único de España: en Escocia, la primera ministra Sturgeon ha dimitido no por la candente cuestión de la ruptura con el Reino Unido, sino por las complicaciones de la versión con kilt y cornamusa de la Ley Trans. ¿Se darán cuenta de que, parafraseando a Clinton, ahora ¡es la democracia, estúpido!, o seguirán mareando con retórica economicista y presunción de buenos gestores tecnocráticos, políticamente planos y grises? Y no me refiero a Sánchez y su corte de los milagros, obviamente.