EL CORREO 07/06/15 – PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO
· ¿Hay algo más cínico que hablar de líneas rojas sobrepasadas cuando venimos de un tiempo donde la exclusión política pervirtió de modo cruel nuestra convivencia?
Los resultados electorales en Vitoria-Gasteiz en el reciente 24M, con una polarización entre PP y EH Bildu, que han subido votos de manera similar a costa del PNV y sobre todo del PSE –a quien ha afectado su propia crisis interna alavesa tanto como la irrupción de los emergentes–, se podrían resumir diciendo que hemos asistido en la capital política de Euskadi a una movilización del voto útil alrededor de lo que ya conocemos como ‘efecto Maroto’. Un alcalde que se ha atrevido a llamar a los defraudadores en las ayudas sociales por sus nombres y apellidos y que, por hacerlo en el país de la identidad, que es nuestra Euskadi, está recibiendo la ira de quienes hasta ahora han gestionado celosamente el monopolio de la identidad vasca.
Una ira que empezó por sectores sociales próximos al ámbito de la inmigración en el País Vasco (SOS Racismo) y que continuó por EH Bildu, partido que propuso, nada más finalizar el recuento electoral, un frente antiMaroto para evitar que quien había ganado las elecciones, con más de 35.000 votos y 9 concejales de 27, pudiera seguir gobernando. Si entráramos en la casuística de votos y concejales nos encontraríamos con casos para todos los gustos, sobre todo en el resto de España. Por lo que no merece la pena seguir por ahí. Un candidato puede obtener mayoría simple de votos, pero hasta que la asamblea de representantes correspondiente no diga la última palabra, por mucho que se hable de que debe gobernar el más votado y cosas por el estilo, no hay nada que hacer: así es la democracia representativa. En Sestao, por ejemplo, no hay dudas al respecto: su alcalde, Josu Bergara, con un discurso no ya similar sino incluso con ribetes más agrestes, ha arrasado por mayoría absoluta y aquí paz y después gloria.
Pero el problema en Vitoria- Gasteiz va mucho más allá de la política municipal. Y no ya porque estemos ante la ciudad donde reside el Parlamento vasco y el lehendakari, con ser significativo. Lo que convierte el ‘caso Maroto’ en el verdadero espejo donde se refleja la política vasca actual procede de algo más estructural y definitorio del país en que vivimos. Para empezar, no reparamos en que todavía no hace ni cuatro años, o sea el tiempo de una legislatura –los cumple el próximo octubre–, desde que se produjo la declaración unilateral del final del terrorismo. Fue el fin de una larga noche de terror que ha dejado un País Vasco con una derecha asolada y desmantelada y una izquierda estatal en vías de consunción y necesitada de pactos –o de abrazos de oso– para sobrevivir políticamente.
Todos sabemos que Euskadi es diferente. Aquí el constitucionalismo no es ya solo que no cuente con recambio entre sus diezmadas filas, sino que empieza a ver ocupado su lugar por los partidos llamados emergentes, encabezados por un Podemos que ya advierte que la Constitución actual no sirve y que el consenso de la Transición fue un apaño. Y esta es la coyuntura crítica aprovechada ahora por dieciocho personalidades alavesas para exigir también, en un manifiesto, un frente político que impida «del modo necesario» el nombramiento de Maroto como único alcalde constitucionalista de una de las tres cabeceras municipales de Euskadi. Entre los firmantes está el legendario José Angel Cuerda, a quien creíamos de la estirpe inclusiva de Azkuna, con visión amplia y profunda de país; y así mismo está Blanca Urgell –convertida ahora en paradigma de la ingratitud política–, cuya relevancia social procede de haber sido consejera de Cultura en el único gobierno constitucionalista que ha tenido la Euskadi autónoma en toda su historia, gracias precisamente al apoyo del PP.
Frente a los atribulados constitucionalistas, el nacionalismo ha construido una sociedad vasca basada, como es sabido, en los criterios étnicos propios y en la exclusión de los ajenos. ¿Será necesario recordar –parece ser que sí– que esta sociedad nuestra se levanta sobre una realidad sociológica resultado de dos fuertes inmigraciones de otras partes de España, una de finales del siglo XIX y otra más masiva aún, de mediados del XX, que la han convertido para siempre en una sociedad mayoritariamente inmigrante o sobrevenida, sea por origen o por ascendencia? Basta fijarse en el tema de los apellidos, tan comentado después del éxito de ‘Ocho apellidos vascos’: aquello de que el 20% de los vascos tienen dos apellidos euskéricos, el 30% solo uno y el 50% ninguno.
En comparación con esta historia de la gran inmigración española a Euskadi, los inmigrantes actuales son tan contados que resultan ideales para ser utilizados como ejemplo de tolerancia étnica por el nacionalismo imperante. Al final, es solo cuestión de número: los muchos de Allendelebro obligaron a desarrollar políticas identitarias defensivas –no otra cosa es el nacionalismo–; y los pocos recién llegados de mucho más lejos son valorados y preservados –de forma sobreactuada incluso– por poner una nota de color en nuestras calles.
Y no es cierto que no se haya demostrado, como dicen los del manifiesto de los dieciocho, que los fraudes estén ahí: los medios los han sacado y con la procedencia foránea de quienes mayoritariamente los han practicado. Unos inmigrantes a los que nadie niega sus derechos, a nada que, como tenemos que hacer todos, cumplan ellos también con sus deberes. ¿Hay algo más cínico, por tanto, que construir frentes anti-Maroto y hablar de líneas rojas sobrepasadas, cuando venimos de un tiempo donde la eliminación física de cientos de nuestros conciudadanos y la exclusión política de otros miles –apelando a una ideología de raíz étnica, no lo olvidemos– pervirtió de modo cruel nuestra convivencia y redujo al PP vasco a la mínima expresión?
EL CORREO 07/06/15 – PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGAD, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU