PEDRO CHACÓN-EL CORREO

  • La concesión por la izquiera de la supresión del castellano como lengua vehicular no lleva a los nacionalismos a asumir ningún proyecto inclusivo de futuro

Lo que más está llamando la atención en el enésimo proyecto de reforma educativa que se está tramitando en el Congreso, en este caso por impulso de la ministra del ramo del actual Gobierno, la bilbaína Isabel Celaá, es la concesión al nacionalismo catalán de la supresión del castellano como lengua vehicular en Cataluña. Y la derecha española no solo se vuelve a rasgar las vestiduras ante una propuesta que horada una vez más la cohesión del Estado, sino que, de nuevo, descarga en el Tribunal Constitucional, con su anunciado recurso, la tarea de echarla abajo, insistiendo en esa vía nefasta de judicializar la política en lugar de trabajar desde abajo y con tiempo para evitar tener que enfrentarnos a situaciones como esta.

De entrada, anotar el dato de quiénes llevan a cabo la negociación sobre el tema, en particular por parte catalana: Gabriel Rufián, de ERC, del que se podrán argüir muchas cualidades o defectos, pero desde luego no que represente lo que cabría entender como Cataluña profunda. En realidad, lo que representa es un sector muy potente de la identidad catalana, compuesto por muchos inmigrantes e hijos de inmigrantes que se suman entusiásticamente a la reivindicación de los elementos identitarios catalanes y que rechazan abruptamente los que se consideran opuestos a ellos, que son indefectiblemente los españoles. Y esta es justo la reflexión que debería haber abordado hace mucho tiempo la derecha en España, en lugar de lamentarse cuando llegan las consecuencias: por qué la población originaria de otras comunidades y asentada en Cataluña y el País Vasco se suma masivamente a las reivindicaciones nacionalistas catalanas y vascas y se avergüenza de sus raíces españolas. Si la derecha no ve ahí lo que, sin duda, es el problema más grave de la identidad española actual es que, efectivamente, no ve nada.

En cuanto al hecho en sí de suprimir el castellano como lengua vehicular y de su concesión por la izquierda a los nacionalistas, ante la necesidad vital de aprobar unos presupuestos, vuelven a relucir dos factores. Primero, que los nacionalismos -contra lo que le gusta vendernos a la izquierda- no asumen por eso, para nada, ningún proyecto inclusivo de futuro en clave estatal española, sino que siguen a lo suyo, que es acaparar cuotas de poder e influencia en sus comunidades respectivas, para en un futuro no muy lejano poderse desconectar del resto con total naturalidad. Y segundo, que un país tan próximo como Francia, y tanto por su derecha como por su izquierda, concibe la unidad del Estado fundamentada en una educación común e igual para todos y en una afección a los símbolos que la representan, empezando por el himno y la bandera y terminando por su Ejército, al que los alumnos de los liceos incluso deben visitar y conocer de primera mano. En Francia el francés es la única lengua oficial y la única vehicular, con exclusión de todas las demás, sea euskera, catalán, bretón, corso u occitano. Y nadie considera por eso que Francia sea un Estado fascista u opresor o que no sea democrático. De hecho, un Nobel francés solo escribía en occitano: Frédéric Mistral.

Entonces, la pregunta es: ¿a dónde nos lleva la izquierda en España y qué modelo de país tiene en relación con los nacionalismos? Como todavía no lo sabemos, salvo vaguedades sin ningún contenido histórico como lo de nación de naciones o lo del Estado plurinacional -que lo que suponen más bien es un vaciado completo de la nación española-, a uno se le ocurre pensar que bien pudieran estar queriendo implantar aquí el modelo suizo. Aunque a reconocer eso no llegarían en ningún caso, entre otras cosas porque Suiza pasa por ser el país más conservador del mundo.

Suiza, con sus ocho millones y medio de habitantes, no tiene lengua vehicular común. Sus 26 cantones están agrupados en cuatro regiones lingüísticas, donde se habla respectivamente el alemán -en variantes locales o dialectos-, con un 70% de hablantes en números redondos, el francés, con un 20%, y el italiano, con un 7%. Estas tres lenguas son oficiales. Luego hay otra lengua en la parte sudoriental, el romanche, hablado, en diferentes variantes sin unificar, por unas 35.000 personas. Los niños en Suiza aprenden la lengua propia de su cantón y luego, como segunda lengua, otra de las oficiales en Suiza y como tercera el inglés.

A lo mejor ese es el espejo en el que se está mirando nuestra ministra de Educación, Isabel Celaá, junto con Gabriel Rufián. Pero tranquilos, que no hay tal. Y no solo por lo del arraigado conservadurismo del país helvético, sino porque Suiza demuestra también otra cosa: que sin tener lengua vehicular común y hablando cuatro lenguas diferentes en compartimentos estanco, a nadie se le ocurre allí, ni por asomo, plantear por eso la autodeterminación.