¿Quién iba a discutir las decisiones de los expertos?
Al modo de las viejas espiritistas inglesas del XIX, Sánchez entró en trance y produjo un ectoplasma. La fantasmagórica figura que surgió de su boca supuso una innovación en la imaginería paranormal: un comité de expertos. No el espectro del marido de la señora Myers, no la anciana bisabuela Hazel dispuesta a revelar un oscuro secreto de familia: un comité de expertos.
La emanación era tan realista que todos guardamos en la memoria, a grandes trazos quizá, pero inequívocos, las connotaciones visuales de un órgano formado por personas muy serias reunidas en torno a una mesa alargada y desbordada de informes, con gráficos de colores, botellas de agua vacías y el resto de huellas de muchas horas de trabajo.
La negativa a revelar la identidad de los miembros del comité, lejos de levantar sospechas de inexistencia, reforzó la sensación de realidad. Las catorce veces que Sánchez se refirió públicamente al espectral ente hicieron el resto. Desde aquella nada decorada, desde aquel abismo óntico, se decidían cambios de fase cuyo sentido guardaba un curioso paralelismo con las conveniencias políticas del Gobierno. Especialmente en lo tocante a la Comunidad de Madrid, cuya presidenta había cobrado alguna ventaja.
Pero, ¿quién iba a discutir las decisiones de los expertos? Hacerlo implicaba cargar con el sambenito de bruto anti científico, de adepto a teorías de la conspiración, de renuente a las políticas basadas en pruebas, de adscrito al pensamiento mágico. ¡Toma paradoja! Porque si ha habido aquí una magia de altura ha sido la de Sánchez al elevar la mentira a arte tan sublime como para zanjar las dudas hamletianas, sacar al ser de la nada, refutar a Parménides y poner a Heidegger a estudiar.
Una anécdota da idea de la altura alcanzada por Sánchez al acercar el ser y el no-ser. Resulta que algunos medios publicaron la lista de miembros del comité que no existía, con breves reseñas curriculares. Ninguno de los supuestos componentes del invento negó su pertenencia, que sería lo lógico. O sea, tu nombre aparece como integrante del organismo responsable de graves decisiones relacionadas con la salud pública, en una pandemia y, aunque no lo eres (nadie lo era, recuerden, hoy lo sabemos), callas. ¿En qué cabeza cabe? Pues cupo en todas.
Es más, uno de los no-miembros del no-comité, al ver que el secreto de las no-identidades se había levantado, comunicó en las redes que, siendo ya público, podía confirmar que en efecto estaba trabajando en ello y tal. Y ahora viene lo bueno. El Gobierno revela que no existe ni existió dicho comité y, ¿qué hace aquel hombre? Siguiendo a Arthur Schopenhauer, se empeña en ser, proclama públicamente que el comité «existir, existió». De inmediato pensé en el personaje del psiquiatra de Vanilla Sky, en la firmeza con que se opone a la revelación de que solo es el personaje de un programa de software. Luego, triste, calla.