JOSÉ LUIS PARDO-EL PAÍS
- Quienes transitamos desde una ley autocrática a una ley democrática somos muy conscientes de que se pueden hacer cosas asombrosas sin quebrantar la letra de la ley, incluida desgraciadamente la Transición inversa
Es muy probable que el Tribunal Constitucional tenga que pronunciarse sobre la ley de amnistía recientemente presentada por el grupo socialista en el Congreso para lograr los votos que necesitaba su candidato para ser presidente del Gobierno. También lo es que, si dicho tribunal avala la citada ley, sus defensores lo celebren como un éxito. Y no lo es menos que esa sería una pésima noticia para nuestro país. En un Estado de derecho como España, la legalidad es la máxima instancia de legitimación del poder público; pero la separación de los poderes teorizada por Montesquieu es el espíritu de esa legalidad, que privada de él puede ponerse al servicio de fines espurios. Quienes transitamos desde una ley autocrática (el Fuero de los Españoles) a una ley democrática (la Constitución de 1978) a través de la ley (La Ley para la Reforma Política, de Adolfo Suárez) somos muy conscientes de que (afortunadamente) se pueden hacer cosas asombrosas sin quebrantar la letra de la ley, incluida (desgraciadamente) la Transición inversa.
No es ilegal que un gobernante, en el ejercicio de su cargo, se asocie con aquellos con quienes había prometido durante la campaña electoral no asociarse nunca, ni que indulte, de acuerdo con la potestad que la ley le otorga, a quienes atentaron contra la Constitución; ni que, de acuerdo con los apoyos parlamentarios de los que legítimamente dispone, reforme el Código Penal para minimizar los delitos de sedición y de malversación de fondos públicos cometidos por dirigentes políticos o intente neutralizar al poder judicial. Y sabemos que, en tanto que un tribunal no lo declare ilegal, tampoco lo es amnistiar a quienes delinquieron contra el Estado y fueron condenados por ello, ni reconocer como naciones a ciertas regiones del Estado y concederles un trato de privilegio en términos jurídicos, económicos y sociales, ni someter a escrutinio parlamentario las actuaciones judiciales, siempre que lo respalde el número de diputados normativamente requerido.
Pero ello no impide que todas esas decisiones sean contrarias a la moralidad pública en la que se encarna el espíritu de las leyes. Aunque las infracciones morales no pueden recurrirse ante los tribunales, la moralidad pública, como indica su nombre, remite a principios colectivamente compartidos de manera tácita e implícitamente presupuestos en las normas de derecho positivo, empezando por la Constitución de la que todas ellas emanan. Estos principios inspiran las leyes y dibujan la imagen del contrato social en el que idealmente se sustenta el vínculo que une a todos los ciudadanos de un Estado social y democrático de derecho. Y, aunque por sí mismos no quitan ni otorgan validez a las leyes ni a las acciones, determinan los márgenes de plausibilidad de las normas jurídicas y de las decisiones políticas. Y precisamente porque no puede ser tipificado como ilegal, el abandono de estos márgenes de moralidad puede tener consecuencias aún más graves que las infracciones explícitas de la ley, porque cuando un país está atravesado por un conflicto moral situado más allá de la jurisdicción de los tribunales, el tejido institucional tiende a vaciarse de sentido (pues se revela inútil para resolverlo) y a ser sustituido por la humillación, la vergüenza (o la falta de ella), el revanchismo y las consignas, lo cual suele ser el preludio de una decadencia generalizada en los terrenos político, jurídico, económico y social.
Ciertamente, el pueblo no es una deidad metafísica y su voluntad puede variar (por eso hay elecciones cada cuatro años), y asimismo puede cambiar el consenso implícito en el que se apoya la legalidad y amparar decisiones que antes de ese cambio parecían inverosímiles. ¿No podría suceder que la imagen del contrato social se haya modificado y que ahora legitime medidas como las recién comentadas? Todos los populistas de la historia reciente han apelado a la conexión mágica de sus líderes carismáticos con esas mutaciones de la voluntad popular para minar o suspender la separación de poderes. También los nacionalismos han invocado siempre una identidad étnica (tradúzcase “étnica” por genética o por cultural, según convenga) anterior y superior al plebeyo espíritu de las leyes, ese invento de los menesterosos sin pedigrí. Fue precisamente la separación de poderes lo que indignó en 2010 a los nacionalistas catalanes cuando el tribunal encargado de interpretar el espíritu de las leyes derogó parcialmente un Estatuto de Autonomía votado en referéndum regional; y fue ese mismo mecanismo del Estado de derecho lo que llevó a los mismos nacionalistas —en ese momento ya abiertamente separatistas— a incendiar las calles en 2019 para protestar contra el atrevimiento del Tribunal Supremo, que negó toda legitimidad a su “desconexión” del Estado español de 2017 y condenó penalmente a sus responsables. En 2021, la “mayoría progresista” tildó de extravagancia —si no de extralimitación— la declaración de inconstitucionalidad de los estados de alarma decretados por el Gobierno en 2020; y en 2022 consideró también intolerable la suspensión de la tramitación ilegal en el Senado de dos enmiendas a sendas leyes, puesto que a sus ojos el espíritu de la Constitución no podía “interrumpir” la actividad de las Cortes, aunque fuese ilegal. Para entonces, Podemos había invocado repetidamente una “voluntad popular” extrainstitucional que superaba y desbordaba el consenso constitucional de 1978, y descalificaba al poder judicial como esbirro de las fuerzas oscuras. ¿Son razonables todos esos recursos a una voluntad popular renovada para justificar la contravención de la separación de poderes y del espíritu de las leyes?
Sin duda, fue también apelando a un cambio en la voluntad popular como se llevó a cabo la transición democrática de la que nació el nuevo contrato social que ha estado vigente hasta ahora. Pero, como para quienes no creemos en la magia propiciatoria la voluntad del pueblo solo se manifiesta empíricamente a través del voto, para verificar ese cambio es preciso acudir a las urnas: no en vano la citada Ley para la Reforma Política fue sometida al voto de todos los españoles antes de aplicarse. Puede que Montesquieu (que ya llevaba tiempo gravemente enfermo) haya muerto definitivamente, y que Franco no lo haya hecho hasta 2023, para disgusto de una minoría ultraderechista que no quiere digerir su derrota parlamentaria. También puede que no sea así, en cuyo caso lo que habremos perdido, no una minoría sino todos, será algo más —y mucho más grave— que una votación. Por eso, cuando no solo se actúa contra la moralidad pública, sino que se pretende cambiar radicalmente ese marco de plausibilidad (como sucede con la ley de amnistía y los pactos con los secesionistas), saltarse ese pequeño requisito de verificación podría provocar unas leyes en las que solo alentasen el rencor, el afán de venganza y la cruda ambición de poder. Y eso, aunque todos los tribunales del mundo lo declarasen legal, sería una inmoralidad pública de consecuencias imprevisibles. Recuerde el lector que el doctor Frankenstein murió atormentado por el monstruo que había engendrado y que no fue capaz de destruir cuando se volvió contra él.