EL MUNDO 20/12/13
SANTIAGO GONZÁLEZ
Artur Mas debe de tener carisma para hacer que tanta gente le siga en su carrera. Nadie ha podido demostrar que Moisés fuera un hombre extraordinariamente inteligente acaudillando a su pueblo elegido en busca de la tierra prometida. Tampoco Forrest Gump, pero cuando alguien se pone a correr siempre hay gente que le sigue, es ley de vida.
Recuerden la foto electoral de Mas con los brazos extendidos, como Charlton Heston a punto de tocar el Mar Rojo con la punta de la vara (y no es metáfora). Claro que entre los dos hay una diferencia básica: Moisés basó su liderazgo en las tablas de la ley, mientras Mas se ha empeñado en saltársela, ignorando el primer compromiso de los gobernantes democráticos: cumplir y hacer cumplir la ley.
Mas-Junqueras, Jano bifronte del soberanismo, se ha encontrado un obstáculo inesperado en el recurso que Sánchez-Camacho ha planteado con un motivo inapelable: los presupuestos recurridos incluyen una partida ilegal para un objetivo ilegal. Y se ha escandalizado porque confunde el compromiso legal del gobernante con una declaración ante notario. Quizá cree que las leyes son irrelevantes para el progreso de la humanidad: «Si las leyes sólo fueran leyes sin ningún sentido y espíritu, las mujeres no votarían y los esclavos continuarían siendo esclavos». Él no es lo que en puridad de conceptos podríamos llamar un intelectual, y no se expresa con rigor. Si las mujeres no podían votar y había tráfico de esclavos era porque había leyes que así lo permitían y si las cosas cambiaron fue porque se cambiaron aquellas leyes, no porque un Gobierno de iluminados las relativizara.
Si las leyes fueran leyes sin sentido y espíritu, dice. Montesquieu explicó en un libro precisamente titulado Del Espíritu de las Leyes, cuál es el espíritu, el sentido y la función de las leyes, aunque Mas y su tropilla no conciban esa razón. Y qué es la libertad: «La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esa libertad».
Hace poco más de once años, el entonces lehendakari del Gobierno vasco, Juan José Ibarretxe, se arrancó con un plan que fue bautizado con su nombre. Lo presentó en el Parlamento vasco el 27 de septiembre de 2002. Cuatro días después, dos conocidos empresarios de Bilbao cambiaban impresiones en el vestuario del Club Deportivo. «Esto es una locura», comentaba uno de ellos. «Y no es bueno para las empresas. Además no se va a poder hacer», a lo que el otro replicó: «¿Y si se puede?»
Como entonces en Euskadi, hoy en Cataluña, la clave política es esa cláusula de confianza en la impunidad: ¿Y si se puede? Los buenos constitucionalistas confiaban en el horror vacui que las bases nacionalistas, gentes de orden, iban a sentir ante la perspectiva de transgredir la ley. Se confiaba en el PNV de Imazcomo hoy el PSOE de Rubalcaba confía en la Unió de Duran Lleida.