Dios me libre de llamar mamut a RodolfoMartín Villa, ni a José Manuel García-Margallo, ni a Alfredo Pérez Rubalcaba, ni a Miquel Roca, todos ellos ponentes del foro casi constituyente que EL MUNDO celebró ayer en el Wellington, quien rogó disculpásemos su ausencia, que tenía lío en Waterloo. Es que fue el propio Roca el que definió lo suyo como «arqueología política». El padre catalán del 78 disertó por videoconferencia con soltura, por momentos parecía un youtuber de la identidad. No sorprendió porque Roca siempre ha tratado de estar en dos sitios al mismo tiempo: Barcelona y Madrid, la Constitución y el Estatut, la soberanía nacional y el soberanismo particular.
Su intervención tuvo la virtualidad –nunca mejor dicho– de empujar al bipartidismo a una posición común de reforma sin ruptura. Eso si consideramos a Margallo y a Rubalcaba representantes ortodoxos del PP y del PSOE, que ya es considerar. Ambos están de acuerdo en actualizar la Constitución no sólo en puntos obvios como la sucesión en la Corona o la pertenencia a la UE, sino también en la zona erógena del título octavo, el de las nacionalidades cachondas, permanentemente estimuladas por el onanismo identitario. Algo así pide el nacionalista: me vas a dar lo mío y lo de tu prima. No hay Estado-nación que aguante ese ritmo, oiga.
Margallo es brillante, pero le preocupa demasiado que nos demos cuenta y acabó disparatando por los cerros de Argelia. Martín Villa fue paradójicamente el más moderno al reivindicar la unidad fiscal hacia la que debería caminar Europa, que por supuesto terminaría con el privilegio vasco y navarro. Frente a ello, el federalismo de Rubalcaba propone ahondar en las asimetrías financieras del modelo autonómico, pero ni hablar del referéndum de autodeterminación con el que fantasea el PSC, coqueteaba Sánchez y se acuesta Podemos.
Más discutible es ese deseo compartido por el socialista y el democristiano de incluir en la Carta Magna más derechos como la sanidad a fin de «tranquilizar a la gente», en expresión de don Alfredo. La vivienda digna ya estaba ahí y no tranquilizó a ningún desahuciado. Por eso los juristas del orden demoliberal recelan de la inclusión de los llamados derechos sociales en las constituciones más que como aspiración –«retoricismo vacío», advirtió Ana Pastor–, pues para hacerlos efectivos habría que suspender la economía de mercado. Ocurre que en la católica España somos muy dados a un iuspositivismo mágico según el cual poniendo nombre a las cosas creamos las cosas mismas, y promulgando muchas leyes acotamos el interés privado sin hacer a la vez la trampa por la que se escape vivo. Queremos los mandamientos claros, que luego ya nos las arreglaremos para pecar. Ahí está el joven Espinar, de la hermandad morada, tan hipócrita como cualquier religión demasiado severa.
Todo esto de la reforma sólo tiene un motivo: la deriva de Cataluña. «Donde los entierran con la senyera y los bautizan con la estelada», en afortunado hallazgo de Rubalcaba. Pero poco consenso cabe entre quienes anhelan recentralizar el café para todos y quienes reivindican la proliferación de cantones como soberanas setas. Que venga Godot, nuestro estadista.