IGNACIO CAMACHO, ABC – 02/01/15
· La ausencia de cohesión nacional brilla en la plétora de presidentes entregados a una exhibición de soberanía fraccionada.
Cada fin de año los virreyes de taifas se asoman a sus televisiones de cabecera a jugar a jefecitos del Estado de la señorita Pepis. De tradición califica Artur Mas esta costumbre discursiva, a pesar de que él sólo lleva un cuatrienio practicándola. Para esto quieren esas teles de juguete que luego dejan, como Canal Sur, sin campanadas a los que cometen el error de elegirlas para tomar las uvas de la (mala) suerte. Se dan pisto y prosopopeya de señores feudales rodeados de simbólicas escenografías de poder, aunque en el delirio de las brigadas de asesores de imagen alguno haya elegido este año el estrambótico decorado de ¡¡una bodega!! Allí se sienten fuertes, solemnes, institucionales, replicando a escala el atrezzo de la charla navideña del Rey con fondo de sus banderitas territoriales.
Todo el despilfarro clientelar de cientos de millones anuales enterrados en esos medios estériles se justifica en la víspera de Nochevieja con este aburrido protocolo de autocomplacencia: una pléyade de gobernantes de segundo nivel reflejados en el espejo sin azogue de una grandeza impostada de estadistas vocacionales.
Pocos retratos tan fieles existen en España de la distorsión del modelo autonómico. El Estado pseudofederal que la Constitución diseñó para encajar en un cierto equilibrio las tensiones territoriales ha derivado en un mapa de poder descentralizado que clona a escala los defectos de la vieja Administración de planta decimonónica y multiplica sus costes con un desparrame burocrático hipertrofiado. La cruda disputa presupuestaria por el reparto de los recursos financieros encuentra en esa diáspora de discursos su caricatura más ácida, cuando los jefes de unas comunidades endeudadas hasta la asfixia juegan sin pudor a suplantar papeles de jerarquía de Estado. Hubo un tiempo en que el poder se expresaba en la arquitectura a través de una demostración simbólica de rango.
Hoy, superada ya esa etapa en que los gobiernos de las autonomías se precipitaron a ocupar palacios más suntuosos que el de la Corona o la Presidencia del Gobierno y a financiar inútiles obras faraónicas a mayor gloria de su clientelismo, es la televisión la que simboliza el espacio de dominio político. Costosos y deficitarios aparatos de propaganda creados para sostener la hegemonía taifal de un nuevo caciquismo sobrevenido en el que destaca la arrogante y desahogada deslealtad de los nacionalismos.
Esto es lo que hay. Los partidos se han feudalizado al convertirse en meras yuxtaposiciones de baronías y el propio Estado se ha dejado centrifugar en ambiguas réplicas estructurales. La ausencia de un modelo de cohesión nacional brilla en la plétora de presidentes entregados al autohomenaje de una exhibición explícita de soberanía fraccionada. El verdadero hecho diferencial de las autonomías era éste: élites dirigentes atrincheradas en sus televisiones de cámara.
IGNACIO CAMACHO, ABC – 02/01/15