Javier Zarzalejos-El Correo
Es mala cosa eso de echar la culpa al ‘sistema’ cada vez que algo se tuerce
Existe una cierta izquierda que desde hace décadas se siente derrotada por la historia y espera el momento para reverdecer su vieja gloria. Algunos lo están celebrando ya como el filósofo Slavoj Zizek, que ya tiene libro y todo, escrito como cántico triunfal del comunismo -por fin- sobre el capitalismo gracias al coronavirus. Pero incluso una izquierda sin duda más razonable se deja llevar por emociones que le parecían olvidadas, casi como si viviera una segunda juventud para augurar una nueva edad de oro del Estado que vendrá a reconstruir la ciudad democrática devastada por el coronavirus y, de paso, por el neoliberalismo, sospechoso habitual en estas circunstancias.
Con cierta sorpresa el propio Josep Borrell se ha apuntado a esta excitación ambiental en la izquierda y ha desarrollado su propia visión del futuro tras el coronavirus. Borrell augura que aumentará la presencia del Estado y que será de forma permanente; que el Estado será el mayor empleador, el mayor consumidor, el propietario -porque se nacionalizarán empresas para poderlas mantener, aunque sea una nacionalización transitoria- y tendrá la responsabilidad como asegurador de última instancia.
Cuando se habla así se está escamoteando la realidad porque se da a entender que el Estado que tenemos es una estructura residual e irrelevante que hay que salvar de la liquidación que trama el neoliberalismo. Todo lo que Borrell remite al futuro ya lo hace el Estado. ¿Voladura neoliberal del Estado? Veamos. Al cierre de 2018, en toda España había 2.583.494 empleados públicos, más de la mitad en comunidades autónomas, que representaban el 13,4% del total de población trabajando. Más de 13 millones de ciudadanos recibían algún tipo de transferencia de las administraciones públicas y los diarios oficiales de estas venían a sumar todos los años una media de un millón de páginas de normas, reglamentaciones y actos administrativos de diferente contenido. En ese mismo año, el Estado -todo- gastó 504.840 millones de euros, lo que representaba más del 41% del PIB, un porcentaje que en los años duros de la recesión había alcanzado el 48%. Al cierre de 2019, el déficit público era del 2,7% y la deuda superaba ampliamente el 95% del PIB. En cuanto a la imposición, baste recordar a los oídos socialdemócratas que el esfuerzo fiscal en España es de los mas altos de la Unión Europea y que de acuerdo con el economista Rafael Doménech, director de BBVA Research, resulta que el 30% de los contribuyentes con menores ingresos apenas paga IRPF mientras que el 30% de los declarantes con mayores ingresos paga el 70% de la cuota del IRP, lo que significa una progresividad extraordinariamente elevada que, además, ha resultado creciente en el tiempo. Si a todo lo anterior añadimos la Unión Europea como instancia de intervención y regulación, la afirmación de un Estado ausente, vacío o mínimo no es más que una gran falacia y el hecho de que esta falacia tenga audiencia no la hace menos engañosa sino más peligrosa.
Es mala cosa eso de echar la culpa al ‘sistema’ cada vez que la cosas se tuercen, aunque siempre sea muy cómodo porque si es el sistema el que tiene la culpa -en este caso un Estado supuestamente débil- los demás no han contraído responsabilidad alguna. No es así. El Estado grande o pequeño nada tiene que ver, por ejemplo, con que se siga tolerando que las atroces condiciones higiénicas en muchos mercados asiáticos constituyan una amenaza a la salud global que cíclicamente se traduce en pandemias. Y tampoco es el Estado, sino quienes lo dirigen quienes ha decidido saltarse con largueza los objetivos de déficit en vez de aprovechar la fase expansiva para construir un colchón financiero que nos habría permitido afrontar en mejores condiciones la crisis del Covid-19, como acaba de afirmar el Banco de España en su ultimo informe trimestral sobre la economía española. Si nos dedicamos a los grandes diseños estructurales, se pierde la atención hacia las decisiones concretas de los gobernantes que es, precisamente, lo que constituye la política. Es entonces cuando el Estado se convierte en mito, es decir, en la respuesta mágica a problemas reales.
El propio Borrell con frecuencia repite aquello de que lo que no son cuentas son cuentos. Pues bien, se debe aclarar, es imprescindible aclarar, cuáles son las cuentas de ese gran Estado ¿Cuánta deuda permanente será necesaria, quiénes y en qué condiciones la financiarán, qué impuestos habrá que pagar y quiénes habrán de pagarlos, funcionará realmente el mercado, habrá espacio para la sociedad civil? Porque si nada de eso se aclara, habrá motivos para pensar que, en efecto, lo que plantean algunos sólo podrá conseguirse destruyendo el sistema económico y político. Pero eso no es afrontar la crisis, es otra cosa.