RUBéN AMóN

Rubén Amón-El Confidencial

La coyuntura y el giro al centro garantizan al líder popular la victoria en las elecciones generales del 10 de noviembre, incluso si las urnas y los votantes le dan la espalda

Las elecciones del 10 de noviembre las va a ganar Pablo Casado, incluso si las pierde. Una remontada política y electoral cuya inercia proviene de la cosmética y de la coyuntura. La cosmética es la barba que ha destronado al ‘golden boy’, a semejanza de un rito iniciático.

La coyuntura es el regalo astral que le ha proporcionado Pedro Sánchez con la decisión de adelantar los comicios. No podía caer más el PP de cuanto sucedió en abril. Y estaba claro que iba a producirse un rebote terapéutico, pero la recuperación que le auguran las encuestas sobrepasa las expectativas triunfalistas.

A Casado le beneficia la angustia de Ciudadanos. Le favorece el gatillazo de Abascal. Y hasta le conviene que aparezca el fantasma de la crisis económica, naturalmente para reivindicar ante el electorado general la cualificación del PP en situaciones de emergencia.

Es una apelación a la tecnocracia y al marianismo. Un perfil centrado cuyo tacticismo también concierne a la reconciliación de las familias del PP. Castigó en las listas de primavera las estirpes que le disputaron el cargo máximo —Soraya, Cospedal— y aspira ahora a un proceso de pacificación que involucra la voz y el consenso de las baronías.

Núñez Feijóo y Juanma Moreno recomiendan un proceso de síntesis en beneficio de la armonía popular y a expensas de los fichajes extravagantes. Más aparato, menos toreros, tertulianos y espontáneos.

Impresiona la transformación de Casado, tanto por la celeridad con que se ha producido el fenómeno evolutivo como por el ejercicio de credulidad que exige a la opinión pública. La barba de farmacéutico urbanita redondea la imagen sobria y madura del líder, pero no alcanza a encubrir la recentísima beligerancia del cachorro, la histeria patriotera, la incursión de las convicciones religiosas, las veleidades populistas —inmigración, seguridad…— ni la franqueza con que dijo a Abascal que los bomberos no deberían pisarse la manguera entre ellos.

Fue Casado quien hizo de alcahuete entre Ciudadanos y Vox. Y quien diseñó el set fotográfico de Colón en la expectativa del misticismo rojigualda. Aznar quiso convertirlo en una trasnochada reencarnación justiciera, pero el delfín de Génova ha resistido las injerencias. Y ha consolidado su liderazgo gracias a la colaboración providencial de Sánchez.

Las elecciones del 10-N revitalizan el bipartidismo, le aseguran el liderazgo de la oposición y le conceden una posición crucial en la investidura. El límite es la victoria. No solo porque el PSOE tendría que descalabrarse escandalosamente, sino porque el centro derecha nunca alcanzaría el umbral de los 176 diputados. Lo impide el cordón sanitario de los partidos nacionalistas.

Se habla con razón del marianismo de Sánchez. El líder socialista asume como propios el posibilismo y la política contemplativa que definieron el dontancredismo de Rajoy, pero también podría decirse que Casado está emulando el manual de resistencia sanchista.

Se impuso contra pronóstico en las primarias. Condujo al PP al peor resultado de su historia. Hizo temblar la sede de Génova. Y ha emprendido un proceso de transformismo y resurrección que le permite postularse como la única alternativa hacia dentro y hacia fuera.

Tuvieron valor premonitorio la conquista de la alcaldía madrileña y la regeneración del poder territorial —Murcia, Castilla y León, Madrid…—, pero el proyecto de Casado no está exento de amenazas. La más elocuente consiste en la corrupción del PP y en los expedientes judiciales que puedan trascender estas semanas. Tendrá que renegar de su madrina Esperanza Aguirre— al igual que deberá neutralizar las voces ultramontanas que murmuran en el subconsciente del partido, verbigracia Díaz Ayuso profetizando la distopía de las iglesias en llamas.

Podría reprochársele a Casado el fracaso prematuro de la coalición España suma. Ni se ha involucrado Rivera ni se ha adherido Abascal, pero la operación de maridaje se antojaba inverosímil. Porque la marca del PP aspiraba a engullir las otras. Y porque no basta un objetivo común, la caída de Sánchez, para encubrir las incongruencias ideológicas y programáticas que hubiera alojado el monstruo híbrido resultante.

Nada tiene que ver el liberalismo integral de Ciudadanos —de la economía a las costumbres— con el conservadurismo del PP ni con el euroescepticismo, xenofobia y modelo confesional que representan el oscurantismo de Vox.

Perjudica a la derecha semejante división, pero ocurre que la izquierda ha decidido sabotearse. Y muchos de los votos que van a malograrse en el ejercicio de endogamia los puede recuperar Pablo Casado en las provincias más expuestas al reparto de pocos diputados.

Ganar o ganar. El líder del PP disfruta la posición más confortable de la carrera electoral. Ha conseguido parecer distinto. No solo por la barba y las connotaciones de sabiduría que aporta el atributo. También por la moderación del lenguaje y por la galantería que dispensa a Sánchez, antaño traidor y felón, pero ahora modelo a imitar porque Casado, siguiendo los pasos de Pedro, también quiere terminar en la Moncloa.