Rubén Amón-EL Confidencial

  • El acoso a las instituciones, la crispación de la sociedad, los pactos siniestros con el soberanismo y la crisis económica amenazan el gran examen parlamentario de Sánchez 

Un buen ejemplo del estado de la nación lo demuestra que el debate del estado de la nación no se haya celebrado en siete años. Cuatro lleva Sánchez en el poder. Y sus recelos a convocar el ‘gran examen’ reflejan inequívocamente la incomodidad que le procuran las instituciones, sobre todo cuando no puede intervenirlas o manipularlas.

El estado de la nación no puede considerarse salubre desde el momento en que Sánchez ha comprometido el principio de la separación de poderes. Y desde el instante en que las pulsiones bonapartistas han subvertido la credibilidad del Supremo, del Tribunal de Cuentas, el CIS, la Fiscalía General, la Abogacía del Estado, RTVE y el Constitucional.

Impresionan las tareas de desguace considerando la precariedad parlamentaria en que se desenvuelve Sánchez. La debilidad aritmética se ha transformado en una fuerza política, aunque el precio de los acuerdos siniestros con el soberanismo tanto ha puesto en peligro la solidaridad y la unidad territoriales como ha forzado iniciativas políticas inaceptables. Resulta humillante que Bildu forme parte de los relatores de la memoria histórica. Y se antoja degradante que la manera de sofocar la iracundia del independentismo catalán consistiera en indultar a los artífices del ‘procés’.

La credibilidad del Estado —ya que hablamos del estado de la nación— tiene que prevalecer sobre la contingencia de los gobiernos, independientemente de su dimensión ideológica o de sus trayectos temporales. Sánchez se ha abstraído de la responsabilidad institucional. Y ha convertido las instituciones mismas en pretextos instrumentales para la injerencia y la supervivencia.

Puede entenderse así mejor la fragilidad del Estado. Y la obstinación con que el propio líder socialista ha amaestrado hasta el extremo los contrapoderes. Ningún presidente de la era democrática ha recurrido más que Sánchez a los decretos y decretazos, sin olvidar que la propia Cámara Baja se sometió a un coma inducido durante la pandemia. No tuvo que responder el presidente de sus acciones en la excepción del estado de alarma. Y hubo de afeárselo el Constitucional en una sentencia de valor puramente simbólico cuya letra exponía la imagen depredadora de Sánchez, su aspecto de ‘terminator’.

El estado de la nación es muy delicado por la sacudida del coronavirus y por el impacto de la guerra, pero el inventario de las situaciones extremas no contradice la decisiva contribución de Sánchez a la crispación de la sociedad. Nadie como él ha estimulado la propaganda de Vox. Y a nadie, sino a él mismo, se le puede atribuir el desorden y desconcierto de las cataplasmas con que ha pretendido remediar la crisis económica.

«El debate avergüenza la gestión del sanchismo en sus cuatro puntos cardinales»

España ha sido el país de Europa que más ha sufrido los contratiempos y el que se ha recuperado peor. Los datos del empleo representan la mejor baza político-electoral de Sánchez, pero la inflación, la subida de las hipotecas, la factura energética, el empobrecimiento de los hogares… delinean un ‘estado de la nación’ de síntomas inquietantes. Más todavía cuando Sánchez procrastina las reformas estructurales (pensiones, funcionarios) y cuando el monstruo de Frankenstein se arrastra como un espectro.

A España no va a reconocerla ni la madre que la parió. Lo decía Alfonso Guerra en sentido positivo e hiperbólico. Se refería al sesgo de modernidad y de progreso que iba a inducir el Gobierno socialista. Se cumplieron algunas profecías y otras no, pero cuesta trabajo encontrar un correlato entre el PSOE que puso España en órbita y el socialismo instrumental de Sánchez. El Estado es él. Por eso la salud del Estado es tan precaria. Y, por la misma razón, el debate avergüenza la gestión del sanchismo en sus cuatro puntos cardinales: la inanición institucional, la crispación de la sociedad, la crisis económica y la ilusión o la ficción de haberse resuelto las tensiones territoriales y soberanistas, cuando, en realidad, el Gobierno se ha limitado a ejecutar los chantajes de ERC y de Bildu.