JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • Vamos camino de una situación que supera por su gravedad al problema del independentismo catalán que la generó: la fractura entre instituciones esenciales

Es frecuente presentar esa creación humana que llamamos ‘Estado’ como una simple caja boba de legalidad dentro de cuyo marco operarían los verdaderos actores políticos, sean éstos las naciones, las clases, los grupos de interés, las burocracias o los individuos. Es una visión desenfocada: el Estado es el principal actor político en nuestras sociedades modernas, sencillamente porque se plasma en un ente institucional complejo que acumula un grado de poder tal como el mundo nunca conoció antes de su aparición. Gran parte de las mutaciones de rumbo histórico de la sociedad han venido provocadas por la dinámica del Estado respectivo, siempre a la búsqueda de un acomodo a la realidad que lo refuerce. La Revolución soviética puede describirse como el triunfo del comunismo en Rusia, pero también como la forma en que el incapaz Estado ruso se adaptó penosamente a una modernidad más exigente, tal como había hecho decenios antes el Estado japonés con la Revolución Meiji.

Para un Estado, un intento de secesión territorial es tanto como un desafío total, una verdadera revolución, decía Kelsen. De ahí que, en el caso del Estado español, situado ante un intento secesionista catalán procesado por vías de hecho patentemente ilegales, era más que previsible una reacción fuerte de los poderes fundamentales del Estado. Lo que no lo era tanto es el hecho de que esta reacción la liderara el Poder Judicial, que había mantenido un llamativo silencio a lo largo de todo el proceso de gestación y desarrollo de la secesión frustrada. Pero así fue y el Tribunal Supremo decidió reescribir el intento de secesión en clave criminal, utilizando para ello unos tipos concretos del Código Penal tales que los delitos de rebelión o sedición, de contornos muy imprecisos y de una gran flexibilidad semántica. Probablemente, fue una sobrerreacción y prueba de ello es la general incomprensión que suscitó en el ámbito europeo.

Despenalizada expresamente como estaba la convocatoria de referendos secesionistas, habría sido más prudente limitarse a utilizar los tipos de la desobediencia o la prevaricación por mucho que sus penas fueran mucho menores. No fue así y el Estado se encontró con la realidad nada fácil de tener que gestionar unas condenas muy prolongadas y sostenerlas ante la batería predecible de acusaciones de que eran represalias puramente políticas. Todo ello, para más inri, dentro del juego político ordinario, pues la aplicación del artículo 155 en Cataluña se reveló pronto como un fiasco por lo tímido y breve que fue.

Pero si ya era de por sí difícil gestionar las condenas y defenderlas ante la opinión interna y europea, así como ante la revisión de Estrasburgo, el Estado se encontró con un enemigo con el que no contaba: el de su división interna. El Poder Ejecutivo, necesitado de los apoyos de los independentistas catalanes y vascos para existir y para subsistir, decidió pasar a la crítica directa de la decisión del Tribunal Supremo exigiendo que fuera revisada en breve plazo bien mediante el indulto directo por el Gobierno, bien mediante una amnistía encubierta en el Parlamento redefiniendo los delitos de sedición de manera que excluyeran los hechos acaecidos. Así, el Estado estaba partido por la mitad y su rama ejecutiva conspiraba contra su rama judicial, a la que quería enmendar la plana. Esa es la realidad politológica que vivimos, si dejamos de lado la hojarasca de propaganda que la envuelve (justicia, revancha, venganza, concordia, discordia, etcétera). El Estado lleva camino de fracturarse ante un desafío fundamental a su subsistencia. Por lo menos, hoy está desconcertado en todos los sentidos de esta palabra.

El desconcierto amenaza convertirse en fractura porque las posiciones respectivas de judicial y ejecutivo son nítidamente inconciliables y auguran una defensa numantina de sus posiciones. Los términos del informe de la Sala Segunda del Supremo sobre los indultos proyectados son tales que hacen más que probable su anulación futura por la Sala Contencioso Administrativa como actos arbitrarios carentes de la necesaria fundamentación jurídica (la discrecionalidad no incluye la arbitrariedad). Pero el Gobierno no sólo anuncia los indultos, sino que eleva su apuesta y amaga con una posible amnistía encubierta vía modificación del Código Penal. La cual, a su vez, tendría que ser aplicada por el tribunal sentenciador, con las consiguientes posibilidades de retorcimiento.

Si la sensatez no aparece de pronto en Madrid, vamos de camino a una situación que supera por su gravedad al problema mismo del independentismo catalán que la generó. Que es el problema de la fractura entre instituciones esenciales del Estado y precisamente en cuanto a la forma de conservar ese Estado. Un Estado unido y fuerte puede permitirse los indultos y amnistías que desee. Uno desconcertado sólo conseguirá al hacerlo labrar su propia ruina.