Rubén Amón-El Confidencial
El caso de Dolores Delgado degrada la separación de poderes y recrea la batalla contra el frente judicial en una deriva cesarista del sanchismo
No le faltan a Pedro Sánchez rapsodas, editorialistas ni bardos, pero le convendría reclutar a un pintor de cámara y emular en la techumbre de la Moncloa el fresco que Charles le Brun dedicó al éxtasis y gloria de Luis XIV en el salón de los espejos del palacio de Versalles.
Y no solo por la alegoría del éxtasis y por los propios espejos, tan propicios estos últimos al narcisismo del líder socialista, sino por el aforismo que identifica toda la obra versallesca: “Le roi gouverne par lui même”. La traducción simplifica el concepto del absolutismo —“el rey gobierna por sí mismo”— y parodia preventivamente la pulsión cesarista de Pedro Sánchez, no ya desde la concepción autoritaria que ha impuesto al PSOE, sino por el descaro con que sobrepone el interés personal al del Gobierno, el del partido y el del Estado.
Tendría sentido concederle a Pedro Sánchez 100 días de confianza si no fuera porque él mismo la ha comprometido en las primeras 100 horas. La puerta giratoria que convierte a la ministra Dolores Delgado en fiscal general tanto neutraliza el periodo de gracia como demuestra la tensión institucional que ejerce el presidente del Gobierno desde su ‘absolutismo’.
De manera esquizofrénica, la ‘nueva’ fiscal responderá a las instrucciones que le dicte la antigua ministra, no ya contraindicando el escrúpulo de la separación de poderes, sino sometiendo el Estado a la voluntad del Ejecutivo o al interés del Partido Socialista. Ya había sucedido con las contorsiones de la Abogacía. Sánchez la ha despojado de toda credibilidad. La ha sometido a los intereses de su investidura. Y se ha propuesto socavar la reputación de la Justicia para abrir el camino de la ‘vía política’ en la solución humillante de la crisis catalana.
Dolores Delgado no puede presumir de independencia porque ella misma representa el conflicto de intereses. Y porque la consigna de Sánchez consiste precisamente en anestesiar a la Fiscalía cada vez que lo requiera la debilidad de la legislatura o la sensibilidad de los socios soberanistas. La manera de intervenir consiste en no intervenir, en retirarse, en ausentarse —“desactivar la vía penal”, exigía Junqueras desde la celda de Lledoners—, aunque la politización de la Fiscalía reviste enorme gravedad porque neutraliza un recurso fundamental del Estado y porque desacredita todas sus ulteriores actuaciones. ¿Qué sucederá cada vez que la Fiscalía se pronuncie sobre las circunstancias penales del PP? ¿Hasta dónde se va a inhibir cuando corresponda al PSOE responder de episodios de corrupción?
Dolores Delgado y Pedro Sánchez han degradado la reputación de la Fiscalía General colocándola bajo sospecha, pero el descaro y la premeditación de la operación demuestran que el presidente del Gobierno ha decidido sacrificar la credibilidad del Estado y del sistema en beneficio de su precaria estabilidad personal y política. Necesita domeñar, disciplinar, al Tribunal Supremo. Y asume como propia la narrativa del “frente judicial” con que le extorsionan y previenen los aliados explícitos (Iglesias) e implícitos (Junqueras).
La culpa es de la oposición, naturalmente, de tal manera que la conspiración de los togados conservadores requiere un antídoto rotundo y preventivo. Son las condiciones en que Dolores Delgado se ofrece y se humilla como vasalla de su majestad en el salón de los espejos.
Le convendría a Sánchez observar con atención el fresco de Charles le Brun. Y no tanto para recrearse en la emulación del Rey Sol o para identificarse en la alegoría de la inmortalidad, como para reparar en la inspiración de Minerva, cuyas cualidades tradicionales, la prudencia y la sabiduría, son las contrarias a las que ejerce el presidente del Gobierno.
El caso Delgado implica un nuevo hachazo a las relaciones con la oposición y el constitucionalismo, contradice la expectativa de consenso en las renovaciones institucionales —del Consejo General del Poder Judicial al Constitucional y RTVE— y demuestra que Sánchez somete la salud del Estado a la propia, como si pretendiera vampirizarlo.