Cristian Campos -El Español
 

 Entre los testimonios que he recabado durante la epidemia de Covid-19 está el de un médico de un gran hospital español que me hizo ver la crisis desde un punto de vista más pragmático que político.

Otros médicos atribuían la alta mortalidad del virus a una tormenta perfecta de circunstancias. Más allá de los factores estrictamente clínicos, una de las más habituales era la tardanza del Gobierno en tomar medidas de prevención.

También la carencia de material de protección básico, que generó un segundo problema: la multiplicación de los contagios entre sanitarios y la consiguiente falta de personal médico en el peor momento posible.

Estas dos circunstancias contribuyeron al colapso de las UCI y de los servicios de urgencias.

Pero este médico en concreto se quejaba amargamente de la burocratización de unos hospitales públicos donde las decisiones de comités que no habían tenido contacto directo con la enfermedad eran impuestas, jerarquía mediante, a profesionales que sí estaban teniendo contacto directo con el Covid-19.

Según este médico, algunos comités éticos llegaron a aprobar estudios placebo de síndromes hemofagocíticos en plena pandemia.

«Que le den el placebo a su puta madre. Ellos firmaban la orden y el muerto nos lo encontrábamos nosotros. ¿Qué sentido tiene hacer estudios placebo de cosas que están estudiadas hace años? Ni siquiera es ético» se quejaba.

Durante estos tres meses he hablado con alcaldes, con presidentes regionales, con líderes de partidos políticos, con gestores de residencias, con abogados y con funcionarios de alto, medio y bajo rango, entre muchos otros.

También por supuesto, con familiares de víctimas del Covid-19.

La experiencia de estos últimos coincidía en una mayoría de los casos. Recomendación de confinamiento domiciliario «mientras el enfermo no empeore». Empeoramiento del enfermo. Traslado al hospital. Negación de respirador y, a veces, incluso de medicinas.

El desenlace era calcado en todos los casos. Tratamiento paliativo y muerte del enfermo, sin posibilidad de funeral o de una despedida razonablemente humana.

Vainica Doble cantaban en 1973 Dos españoles, tres opiniones. España tiene 47 millones de habitantes y es probable que a día de hoy haya 70 millones de opiniones sobre los motivos por los que somos el país del mundo que peor ha gestionado la epidemia, tanto desde el punto de vista sanitario como desde el económico.

No pretendo tener una opinión mejor o más fiable –tampoco peor o menos fiable– que la de cualquier otro ciudadano por el hecho de haber recabado más opiniones que el español medio. Pero no resulta muy difícil, a la vista de las piezas del puzzle, aventurar un diagnóstico sobre cuál es el dibujo que esconde.

Más allá de las responsabilidades políticas, más allá de la batalla entre Gobierno y oposición, el que ha fracasado con estrépito durante esta epidemia ha sido el mismo Estado.

No el Gobierno, que también, sino el Estado.

Ninguno de los dos poderes que deberían haber corregido los excesos o paliado las consecuencias de la incompetencia y la mala gestión del Ejecutivo ha cumplido su función.

El Legislativo ha aprovechado el caos generado por la pandemia para imponer agendas políticas particulares o para aprobar leyes ideológicas como esa que castiga no ya el negacionismo de un hecho, algo que sería de por sí dudosamente constitucional, sino una interpretación diferente a la oficialista sobre un hecho que no se niega.

Es decir, para aprobar una ley que sanciona delitos de pensamiento.

Es sólo un ejemplo.

La oposición se ha desvanecido sin dejar rastro, rodeada en el campo de batalla por unas fuerzas enemigas –las televisiones– que ella misma entregó en bandeja a sus rivales. La otra oposición ha dado titulares y memes y zascas. Cuando sus votantes despierten, comprobarán que el dinosaurio continúa ahí.

El Poder Judicial, a merced de una Abogacía y de una Fiscalía que han dejado de servir a los ciudadanos para pasar a servir a las elites del Gobierno, se ha mostrado impotente para fiscalizar la actuación de los más evidentes responsables de una catástrofe que ha provocado 45.000 muertos.

El sector sanitario –quizá el único que, gracias al capital acumulado durante la crisis, podría haber hecho tambalearse al Gobierno– ha cedido su voz a asociaciones y sindicatos controlados por la extrema izquierda. El resto ha callado por mero instinto de supervivencia como si España fuera Venezuela. Quizá lo sea en este aspecto.

Ninguna de las instituciones del Estado disponía de un plan para una crisis como la vivida durante los últimos tres meses.

Tampoco disponía del material o de los protocolos destinados, no ya a evitar la crisis por completo, algo que nadie honrado intelectualmente le exigiría a ningún gobierno, sino a reducir su impacto y el tiempo de respuesta de las instituciones del Estado.

La fragmentación del Estado en cientos de pequeñas administraciones locales con competencias cruzadas, superpuestas o lisa y llanamente abandonadas ha derivado en un caos de gestión imposible que sólo ha servido para que los responsables políticos se pasen la pelota de la responsabilidad los unos a los otros.

El Estado ha incumplido el principal deber absoluto que tiene hacia los ciudadanos. El más básico de todos ellos.

No el de subvencionarlos en épocas de miseria económica provocada por su propia incompetencia, sino el de protegerlos de la violencia. De la violencia de sus semejantes, sí, pero también de la violencia de sucesos tan inesperados como una epidemia.

Porque violencia es haber financiado durante toda una vida un servicio público de salud que, a la hora de la verdad, deniega a los ciudadanos más vulnerables la protección que estos habían comprado con su trabajo.

Sí, comprado.

La atención sanitaria no es una concesión graciosa del poder derivada de su infinita bondad sino un servicio por el que los ciudadanos han pagado durante toda su vida. El Estado del bienestar no existe: sólo existen los servicios que las elites en el poder venden a un precio más caro que el de mercado en base a supersticiones ideológicas en las que parece creer una mayoría de los ciudadanos.

El sobreprecio que los escépticos pagamos por esos servicios compra la paz social. A mí, personalmente, me vale. Mientras el Estado cumpla su parte, eso sí.

Pero el Estado español ha roto ese contrato social abandonando a sus ciudadanos y dedicando la mayor parte de sus esfuerzos a esquivar sus responsabilidades.

También se ha mostrado incapaz de castigar a los culpables, en la medida de sus respectivas responsabilidades, negando a los ciudadanos incluso el simple placer de la venganza jurídicamente legítima.

Que nadie desdeñe el poder socialmente cohesionador de esa venganza civilizada producto de la ley y no de una turba linchadora.

Alguien debería, en fin, pedirle perdón a los ciudadanos. Porque el Estado ha traicionado a la Nación y eso no debería haber ocurrido jamás. Las responsabilidades del Estado no caducan ni se abdican.