Debiéramos tener conciencia de que estamos rebañando el fondo del Estado residual antes que la reforma de algún estatuto, como el vasco, ponga en crisis la caja única de la Seguridad Social. Entonces podremos sentenciar -que es lo que nos gusta- que España no existe, e ir pasando por el batzoki a sacar el carné para ir acomodándonos a la nueva situación.
Desde luego, el concepto es digno de preocupación. Mucho más si el político que lo ha enunciado procede de las filas del socialismo, entonces se trata de un anatema, de un concepto incoherente con el pensamiento socialista. Ahora bien, por las cosas que vamos viendo en estos tiempos, parece que el pensamiento socialista quedó como cosa del pasado, ese insulto que las nuevas generaciones de políticos esgrimen ante cualquier crítico u oponente –“eres del pasado”-, mostrando su ignorancia al desconocer que los elementos fundamentales de política se pierden en los principios de la historia.
Ante los recientes incendios de Galicia (anteriormente Guadalajara) se presenta inmediatamente la cuestión de que, efectivamente, cómo el Estado, siendo residual, puede eficazmente hacer frente a las calamidades. Pero lo más serio vendría punto seguido. ¿cómo un Estado residual puede garantizar el bienestar y la igualdad de los ciudadanos?. Quizás la trágica experiencia de las calamidades naturales nos puedan llevar a la conclusión, que creíamos fundamental en el socialismo, a la necesidad del Estado, y que su impotencia ante las mismas nos permitan corregir lo que con mucha frivolidad se ha dispersado sin criterios de eficacia social.
La dinámica de los últimos tiempos nos va conduciendo hacia un Estado disperso más que a, como parecía dibujar la Constitución, un Estado unitario descentralizado de una forma muy original, el Estado de las autonomías, coincidente en gran medida con un modelo federal. El modelo federal se va distorsionando hacia una formulación confederal, resultado de un especial y particular énfasis ideológico en calificar a España como plural –lo cual es de Perogrullo, Francia también lo es y su concepción unitaria considera viene a garantizar mejor la pluralidad democrática-, al pluralismo de cualquier tipo como un valor axiomático que genera derechos políticos particulares y discriminaciones –tema arriesgado donde los haya-, y a destruir los cimientos nacionales, la necesaria nación que sustenta todo estado moderno. No es ajena esta deriva de la necesidad del Gobierno socialista de recabar apoyo político a nacionalistas periféricos y a una cada vez más anarquizante IU, y, consiguientemente, se configure un oportuno desdén casi ideológico desde el socialismo hacia las bases teóricas que cimientan el ordenamiento constitucional de un país moderno: un estado unitario basado sobre una nación de ciudadanos que le otorgan su adhesión política.
Esa adhesión, esa nación, ese estado, se viene abajo si los que lo detentan son los primeros en poner en entredicho sus claves fundamentales y en quitarle sentido a las reglas políticas, ya clásicas, de lo que es una sociedad políticamente organizada en un estado democrático. Las cosas no pasan de moda tan rápida ni alegremente como la nueva era de hegemonía progre parece creer: quien no las respeta se carga el sistema.
Un Estado deja de ser Estado no sólo cuando desde un representante del Estado se le califica de residual. Deja de ser estado, también, o además, cuando la opinión pública empieza a percibir que es incapaz de hacer frente a los problemas y calamidades naturales, a los incendios, a las avalanchas inmigratorias, a la inseguridad pública, a la secesión de sus partes, etc.. También deja de ser Estado si carece de la nación que lo erige, de la suficiente adhesión ciudadana. Que esta adhesión se derive exclusivamente hacia cada una de las autonomías no facilita la adhesión a la nación española. Los Gobiernos autónomos, que son al fin y a la postre los que gestionan las competencias más amables y cercanas a la población, lo que posibilitan es la adhesión hacia ellos, y abusan de mensajes emotivos y étnicos, retrotrayendo la conciencia política ciudadana hacia un pensamiento regionalista, engarzando con el tradicionalismo pre y antiliberal español, lo que favorece por doquier la existencia de nacionalismos reaccionarios.
Sin apoyo nacional no hay estado que funcione, y si las definiciones de la izquierda sobre la nación no superan el plano ético o moral, que también posee, pero no el adecuado, el político, y teniendo en cuenta que esa izquierda es la que dirige hoy la nación… estamos aviados. Para colmo, nuestra derecha no parece capacitada para ejercer una crítica racional a la deriva confederal.
Nuestra derecha, con más coherencia que la izquierda, es regionalista por su pasado tradicionalista, y pocas mentalidades ilustradas le quedan que puedan evitar por su parte su propia deriva hacia un nacionalismo españolista contradictorio, y, por lo tanto, históricamente muy agresivo, frente a la dispersión socialista. Parece, más bien, embarcarse hacia un radicalismo activista que no favorece una necesaria imagen democrática. Aunque, evidentemente, lo lógico es que por su propia naturaleza fuera la izquierda, si lo es, la defensora de la necesidad del estado unitario. Estado unitario que no significa pueda ser descentralizado, incluso en su fórmula federal. No así el confederalismo al que parece vamos avocados porque la conclusión inmediata de éste es la secesión.
El redescubrimiento del Ejercito
El Estado no puede apagar incendios y redescubre, como lo hiciera Isabel II en el origen de la monarquía liberal -de eso hace siglo y medio- al Ejército para que haga de bombero. Lo que tiene su lógica, no sólo ni precisamente por eficacia, sino porque es lo único que le queda al “Estado residual”. Iniciativa sintomática de la depauperada situación que soporta, recordando inmediatamente la muy limitada capacidad política de nuestros orígenes liberales.
En el diario “El País” del 13 de agosto se informaba con gran detalle de la creación de la Unidad Militar de Emergencia (UME) con la propuesta de que una de sus misiones sea que “luchen contra el fuego”, y un artículo aparte se abría con un declamativo, y significativo, titular de “A Las Ordenes Directas de Zapatero”. Lo que en principio se ofrece como una información a favor de la iniciativa gubernamental, no deja de levantar cierta preocupación, ¿sólo le queda al Estado el Ejército para esta labor?. Y otros de segundo orden.
Evidentemente no estamos en el siglo XIX para que la delegación del poder civil en el Ejército para la resolución de una serie de problemas, empezando por los políticos y sociales, acabara otorgando a éste los destinos de la patria. No estamos en el XIX y la sociedad está más consolidada que en el pasado. Lo que no parece, tras estos últimos años de inversión en el proceso constitutivo de nuestro Estado democrático, es que éste sea lo suficiente fuerte, como en el XIX, para hacer frente a los problemas, a pesar de esa mayor consolidación y fortalecimiento de las relaciones sociales, desde las económicas a las culturales en el seno del territorio de España. Otra cuestión es que el mayor empeño de la superestructura política, es decir, de los partidos políticos, es contradecir esa cohesión social española con mensajes de alta radicalidad con el exclusivo fin de garantizar su poder en una determinada parcela territorial. Donde no ha habido identidad étnica se inventa, donde la historia ha sido común se separa… Y de nuevo, en estas circunstancias, se acuerda el Gobierno del Ejército tras haber propiciado un proceso de decostrucción del Estado y esterilizado la nación.
En dicha información se ofrecían las razones de un informe del Ministerio de Defensa por las que se elige al Ejército para esta misión, motivo de la creación de la UME :“Porque las Fuerzas Armadas tienen una especial capacidad de disponibilidad y reacción rápida, de concentrar medios en poco tiempo, transporte masivo, infundir confianza en la población civil, afrontar situaciones de riesgo, oponerse a reacciones hostiles, generar disuasión al poder actuar armada, permanecer sobre el terreno por tiempo indefinido y emplear todos los medios disponibles de las propias Fuerzas Armadas, incluido su armamento pesado”.
Quizás demasiado para combatir incendios. Pero al informe le falta algo fundamental, y que ya descubriera Marx en la Nueva Gaceta Renana a mediados del siglo XIX, ¿por qué el poder político llamaba al Ejército? Lo llamaba –nada menos que a la cámara de la reina-, sentenciaba el viejo barbas, porque era la única institución nacional, posiblemente como ahora, ante unas débiles instituciones políticas nacionales y una burguesía poco desarrollada volcada exclusivamente en sus terruños. Quizás ahora, trágicamente, el Ejecutivo, nada menos que a las órdenes directas de Zapatero, y fuera de la escala de mando militar, haya vuelto a descubrir, en plena inversión confederal, que lo único nacional, aplicable de una forma eficaz a las emergencias, sea de nuevo el Ejército. De las consecuencias de este tipo de decisiones está nuestra historia reciente plagada, pero suponemos que no se repetirá la historia de crear un monstruo por la mera incapacidad de los políticos, son otros tiempos. Además, apagar incendios no creo que en principio lo considere el Ejército Nacional, como le gustaba llamarlo a Espartero, una labor trascendente que acaba imponiendo la necesidad del Ejército para salvarnos a todos.
El mismo Marx en los artículos antes citados avisaba a sus lectores europeos, para explicar el papel del Ejército en España, de la especial estructura administrativa, más bien satrapías, de la España de entonces, donde cada viejo reino e incluso amplias comarcas funcionaban de una forma muy autónoma, pidiendo que la compararan, para así entender la situación, más con el viejo Imperio Turco que con una monarquía europea. Quizás tenga algo de actualidad tal consideración, y que la concepción del Estado residual tenga mucho más de involución reaccionaria, mayor, incluso, que la que desearía la derecha más conservadora y tradicionalista, que lo que en apariencia se ofrece, un logro de nacionalismos progres y de la izquierda exquisita. Lo que ha evitado, este protagonismo de la izquierda en la involución, todo prejuicio y favorecido toda confianza. Porque ésta inversión se realiza en nombre de la izquierda y no a los sones del Oriamendi, pudiendo caer en la injusticia, repito, de parecer achacar a los tradicionalistas un proceso centrífugo de tal dimensión que ni siquiera ellos hubieran aceptado. El hecho del protagonismo de la izquierda ha podido confundir y tranquilizar muchas conciencias, pero, parafraseando malamente una célebre frase de un recordado presidente, “qué importa el color del gato si la reacción es tan grave”.
Aún rescatada la única institución nacional para hacer frente a las calamidades, no crea la Moncloa que no existen barreras que la legislación periférica no vaya a esgrimir ante la intervención de los militares. Las competencias en orden público del Gobierno vasco sin duda alguna son un inconveniente para convertir en este territorio a los militares en agentes de la autoridad en la misión de lucha ante las calamidades. Y no está claro que su carácter de institución armada sea en algunas zonas, entre ellas, de nuevo, el País Vasco, una ventaja para actuar.
Finalmente, no creo que sea una idea feliz dedicar a los militares a combatir los incendios, otra cosa es que colaboren. El Ejército está para otra cosa, les guste o no a los antimilitaristas, pero la cuestión es que al Gobierno español, después de tanta canibalización del Estado no le quede otra cosa. Estamos rebañando el fondo del Estado residual, de lo que se debiera de tener conciencia antes que la reforma de algún estatuto, como el vasco, ponga en crisis la caja única de la seguridad social u otras de sus funciones fundamentales. Entonces podremos sentenciar, que es lo que en este país gusta, como aquello de que había dejado de ser católica, que España no existe, y vayamos pasando por el batzoki a sacar el carné para irnos acomodando, con él en la boca, a la nueva situación. En Cataluña se van a tener que dar más prisa. Tendremos que pasar por esto para poder empezar a reflexionar.
Teo Uriarte, BASTAYA.ORG, 30/8/2006