Ignacio Camacho, ABC, 23/7/12
Si el Estado recortase de verdad sus estructuras, las protestas sociales se oirían en la cara oculta de la luna
SI el Gobierno central y los autonómicos escuchasen el clamor de las encuestas y procedieran a un recorte masivo de sus estructuras administrativas, las protestas sociales se oirían en la cara oculta de la luna. La gente que pide la reducción del aparato oficial lo hace pensando en los coches de protocolo y los ipads de los altos cargos, en los asesores de confianza, en los gastos suntuarios de la casta política. Pero con eso no se alivia ni el 1 por ciento del déficit; aunque se trata de un imprescindible gesto de pedagogía que es menester llevar a cabo para equilibrar moralmente el sacrificio de las clases contribuyentes, su montante total es una gota en el océano de deuda del Estado. El verdadero combustible de la máquina de gastar lo forma —si descontamos intocables como las pensiones, el desempleo y los intereses de deuda— el salario de los empleados públicos y el tejido de subvenciones y ayudas de los presupuestos. Y ahí ya estamos hablando de un recorte que afecta a personas y familias, una poda que amputa modos de vida, una cirugía financiera que hace daño y deja secuelas. ¿De verdad está dispuesto a aceptarla todo el que pide en las encuestas y en las redes sociales que se jibarice el tamaño de las administraciones?
Seamos serios. Disminuir el Estado —las autonomías también lo son— significa despedir a miles de trabajadores contratados por organismos y empresas prescindibles. Y cortar de raíz las subvenciones de toda clase que figuran en todas las partidas presupuestarias: promoción cultural o turística, acceso a la vivienda, rehabilitación y obras, consumo, cooperación, pymes. En España se subvenciona el transporte, la energía, el desarrollo industrial, el comercio, la minería, la agricultura… y en ese tejido de ayudas a menudo improductivas se desparraman decenas de miles de millones de euros que riegan la actividad de cientos de miles de ciudadanos. Simplificar el Estado, aligerarlo, implica prescindir de una enorme cantidad de estructuras dedicadas a implementar y gestionar ese magma subvencional, con su correspondiente dotación de funcionarios y empleados. Una tarea acaso imprescindible para repartir los costes del ajuste y aliviar la carga sobre las clases medias que lo soportan en sus impuestos y salarios. ¿Pero…queremos o no queremos meter ahí la tijera?
Si la respuesta es sí —y debería serlo en justicia—, adelante: a presionar todos juntos al Gobierno y a las autonomías para que ejecuten su harakiri burocrático. Pero que nadie se llame a engaño: ese recorte sustancial y prioritario dejará muchas víctimas a corto plazo. Y no vale manifestarse y cortar calles pidiendo que empiece por otro lado. Porque el bucle ficticio de nuestra opinión pública está basado en la creencia indolora, lógica pero falsa, de que siempre son los demás quienes han de asumir los costes del desaguisado. .
Ignacio Camacho, ABC, 23/7/12