ABC 08/05/14
IGNACIO CAMACHO
· Los sobrecostes de la obra pública proyectan la imagen de una Administración fullera capaz de engañarse a sí misma
ESPAÑA es ese país donde las obras cuestan casi el doble de su presupuesto. Los sobrecostes no son un invento español ni un fenómeno exclusivo de Celtiberia, pero sí somos una de las naciones europeas con mayor tolerancia hacia esta rutina negligente que habla mal de la integridad administrativa del Estado. Un hábito chapucero que cuando no favorece la corrupción –o se debe directamente a ella– propicia el descuidado despilfarro de los caudales públicos y proporciona una reputación de gente poco fiable.
La normalidad del sobreprecio en las contratas públicas está en proporción directa de su impunidad moral y social. La baja temeraria en las licitaciones de proyectos forma parte de un procedimiento tan habitual como sus posteriores reformados, sin que hasta ahora se hayan producido investigaciones significativas sobre la justificación de esos extravíos sin control que apenas si quedan consignados, años después, en los estériles dictámenes del Tribunal de Cuentas, poco más que un auditor oficial que juzga pero no sentencia. Los grandes dispendios de la época de la prosperidad están basados en la transigencia general con esta costumbre de alzas arbitrarias, que proporcionaban grandes beneficios a los accionistas de las constructoras y mantenían a todo trapo la maquinaria del empleo masivo. Todo el mundo ha dado aquí por sentado que los costes de las obras se acaban disparando: los célebres
poyaques que cita Carlos Herrera con sevillanísimo término propio de las reformas domésticas. Y en el ámbito público nadie cuestionaba el viciado mecanismo porque a todos les convenía. Al fin y al cabo pagaba el contribuyente, cuyo dinero es, como resulta sabido, de propiedad abierta.
Ahora que ha cambiado el paradigma del gasto se empiezan a mirar con otros ojos esos desmesurados desvíos que consumieron el superávit de los años alegres, y afloran casos de connivencia, malversaciones y concusión. A Magdalena Álvarez, prototipo de una gestión prepotente y poco escrupulosa, le han estallado a la vez las minas que enterró como consejera andaluza en los ERE y como ministra entre las vías del AVE. Su confortable europoltrona se tambalea porque los jerifaltes de Bruselas no ponen buena cara ante el agiotaje, y menos cuando los fondos bajo sospecha proceden en todo o en parte del presupuesto comunitario. El problema consiste en que no solo es Álvarez quien queda señalada por estos feos tejemanejes desaliñados. Se trata de España la que aparece como una sociedad política fullera, como un Estado tunante y disipado con administraciones demasiado permeables que se engañan a sí mismas para distraer millones en sus propias rendijas. Eso es lo peor: que además de pagar las facturas infladas los ciudadanos aparecemos estigmatizados como pícaros y encima arruinados por una casta que se lo ha montado sin prejuicios para vivir por encima de nuestras posibilidades.