Javier Zarzalejos-El Correo

El riesgo para el Estado procede de los nacionalismos explícitamente secesionistas o no, de los que ven en ellos a sus aliados estratégicos

Entre las muchas cosas que el coronavirus se está llevando por delante, la cultura política posmoderna figura como una de sus víctimas más sobresalientes. Para la posmodernidad esto de la pandemia parece una regresión medieval, el retorno de lo apocalíptico, la súbita conciencia de nuestra vulnerabilidad colectiva e individual, el redescubrimiento de la sociedad y de los deberes hacia nuestros conciudadanos de nuevo igualados por el peligro común para el que no cuentan las diferencias de etnia, religión, orientación sexual o género. La política se ve obligada a abandonar su habitual liquidez y tiene que volver a su estado más sólido: derecho de crisis, estado de alarma, confinamiento, suspensión de libertades, confiscación de bienes, mando único, cierre de fronteras. Parecería toda una reivindicación de Carl Schmitt que definió al soberano precisamente como aquel que puede decidir sobre el estado de excepción. Frente al culto de la diversidad, la primacía del interés general; frente a los discursos de la identidad, la perspectiva cívica; frente a la segmentación identitaria de la sociedad, el fortalecimiento de nuestro vínculo común de ciudadanía. El coronavirus, con todo lo que lleva aparejado, ha roto el espejo en el que se recreaba el narcisismo posmoderno.

Resulta que un virus procedente de China, tal vez desde un mercado reñido con la limpieza, nos lanza a una situación en la que todo se vuelven deberes y limites para una cultura instalada en la exigencia de derechos en la que ha crecido desde la convicción de que no hay restricciones que pueda imponer la moral, la ley o la naturaleza a la autodeterminación individual. El virus -se ha repetido hasta la saciedad- no entiende de ideologías, géneros ni territorios. Asombroso: el Covid-19 ha redescubierto la ciudadanía democrático-liberal.

Y como no hay ciudadanía sin Estado que la sostenga y la garantice, de la mano de la ciudadanía ha reaparecido -se nos ha reaparecido- el Estado. Un Estado que no es el Gobierno, ni el ‘Madrid’ de los nacionalistas, ni el gran invasor social y económico con el que sigue soñando el radicalismo izquierdista tan claramente enunciado estos días por Pablo Iglesias. El Estado que es esa estructura jurídico política referencial, garante de la igualdad y de los servicios públicos, capaz de redistribuir y actuar a través de una administración profesionalizada y sometida a la ley. Una organización para ocuparse de lo común, una estructura de solidaridad, la única en la que se realiza plenamente la ciudadanía democrática. El Estado que, en nuestro ámbito, forma parte de una gran organización supranacional, la Unión Europea en la que conviven lo intergubernamental, lo comunitario y lo cuasi federal que cada vez se manifiesta con mas claridad en la actuación de dos instituciones, el Tribunal de Justicia y el Banco Central Europeo.

Esta crisis interpretada en la clave dogmática e ideológica que ha exhibido Pablo Iglesias y en algunos arrebatos del propio Pedro Sánchez va a ser aprovechada para anclar en la sociedad el discurso de la necesidad de recuperar un Estado que hegemonice la sociedad. Porque cuando se habla de la necesidad de reforzar lo público se hace una equivalencia deliberadamente engañosa entre el Estado y lo público. La sociedad civil también es ‘lo público’ y no es Estado.

Existe una izquierda a la que ya se le ven las intenciones. Una izquierda a la que también se le ha roto el espejo en el que se contemplaba encantada de haberse conocido en el Gobierno y sabe que tiene que reinventarse para el resto de la legislatura ¿Cómo? haciendo de la crisis una oportunidad para reverdecer su discurso estatista. Del Gobierno progresista, transformador, de izquierdas, abocado a que cada paso que diera fuera «histórico» en sus conquistas va a quedar poco. Quiéranlo o no, lo que quede de legislatura Sánchez y los suyos lo van a tener que dedicar a la antipática tarea de administrar los efectos de la pandemia, con una Gobierno falto de cohesión -a pesar de lo que quiera aparentar-, que apunta peligrosos focos de deslealtad constitucional y a partir de ahora -¡quién lo iba a decir!- tan dependiente de Bruselas y Berlín como el de Mariano Rajoy durante la recesión, si no más.

En España existe un consenso muy amplio sobre lo que significa el modelo de bienestar, sus pilares básicos, y los problemas que debemos afrontar para garantizar su sostenibilidad. El riesgo para el Estado más que nunca procede de los nacionalismos explícitamente secesionistas o no, procede de los que ven en ellos a sus aliados estratégicos, alentando las peores expresiones de contraciudadanía. porque ahí es donde el Estado se la juega.