JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO 06/07/13
· En el País Vasco, el consenso lingüístico siempre se ha visto limitado por la clara identificación entre el euskera y la nación.
Como se sabe, en nuestro país las lenguas cooficiales tienen protección constitucional. Sin embargo, el reconocimiento que hace la Constitución de las mismas se detiene en la posibilidad de que cada estatuto de autonomía las pueda incorporar y normalizar en su acervo territorial, lo que deja un amplio espacio político para que las instituciones autonómicas puedan jugar con la ingeniería social, uno de los deportes favoritos de la España fragmentada y postmoderna. El Tribunal Constitucional (TC) dijo desde el comienzo que la declaración de cooficialidad de una lengua no dependía de su peso o grado de presencia como efectiva realidad social, sino de que los poderes públicos respectivos la estableciesen como medio normal de comunicación entre ellos y en su relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos (STC 82/1986). Lo que en principio parecía un mecanismo lógico y necesario para proteger y fomentar unas lenguas postergadas por la desigual articulación del nacionalismo español, se ha convertido en un instrumento político muy peligroso para desatar pasiones populistas y rivalidades territoriales.
En nuestro sistema constitucional la lengua está asociada, como no podía ser de otra manera, a la satisfacción de los derechos de las personas que la hablan habitualmente. Sin embargo, en el ideario de los partidos nacionalistas, la lengua, junto a los diversos procesos de autorreconocimiento, tiene otra función: construir un país distinto. Esto se hace claramente perceptible en Cataluña y País Vasco, no tanto en Galicia, donde los nacionalistas apenas han alcanzado poder institucional. En el País Vasco, el consenso lingüístico siempre se ha visto limitado por la clara identificación entre el euskera y la nación, lo que añadido a la difícil comprensión por amplias capas de la población, aún después de muchos años de normalización, ha obligado a los poderes públicos a mantener políticas de cooficialidad efectivas en la educación y la comunicación. En Cataluña, por el contrario, el acuerdo social sobre el catalán ha sido muy amplio, al identificarse en el pasado reciente con la lucha contra el franquismo y al presentarse como una lengua de fácil comprensión que permite continuos procesos de hibridación o promiscuidad lingüística con el español. Ello ha permitido que los poderes autonómicos tuvieran carta blanca para aplicar políticas de inmersión y fijar la lengua como el principal instrumento para concitar legitimidades en torno a los distintos proyectos políticos que se van sucediendo, primero el Estatuto, ahora la secesión.
La falta de concreción constitucional de la política lingüística, unida a la crisis socioeconómica, puede facilitar la siempre peligrosa guerra de lenguas, como ya contó Ranko Bugarski en el caso de la desintegración yugoslava. La Comunidad de Aragón acaba de aprobar una lamentable ley en la que el catalán pasa a ser la Lengua Aragonesa Propia del Área Oriental (LAPAO). Más allá del choteo general, es una preocupante reacción identitaria y asimilacionista que aumenta el victimismo entre las fuerzas políticas nacionalistas y pone las bases para potenciales enfrentamientos sociales. En Baleares también andan con la rápida recuperación del mallorquín, mientras que en Valencia el Parlamento acaba de aprobar una resolución en la que cifra la aparición del valenciano en el siglo VI antes de Cristo. Estos movimientos son de manual, pero de aquellos manuales que explican de forma muy clara qué es lo que pasó en la Europa de entreguerras con el principio de las nacionalidades y la coctelera lingüística en manos de dirigentes irresponsables. Pedir temple y tranquilidad a la clase política aragonesa, valenciana y balear no es suficiente: la próxima reforma constitucional debiera cerrar nominalmente la presencia de lenguas cooficiales en el España, llamando a las cosas por su nombre, para así evitar enfrentamientos y demostrar que el Estado quiere implicarse aún más en la protección de las lenguas minoritarias, como piden muchos dirigentes nacionalistas catalanes y vascos.
Más allá de la siempre difícil reforma constitucional, convendría también que el propio Estado hiciera una ley del español. Los excesos lingüísticos nacionalistas han de parar allí donde están vigentes los derechos de los ciudadanos. La futura ley Wert pretende que por ejemplo, en Cataluña, aquellos padres que no puedan hacer efectiva una escolarización bilingüe, acudan a centros privados y pasen el coste a la Generalitat, que después verá descontada la cantidad del sistema de financiación común. Esta es una solución inasumible en un Estado constitucional. Desde hace prácticamente una década los tribunales vienen diciendo a las instituciones catalanas que no es posible confundir la inmersión con la lengua vehicular en la educación. El TC cerró el debate en la sentencia 31/2010 al señalar que no cabe el deber de conocer únicamente una lengua cooficial, lo que vendría a suponer que no sería el ciudadano el que eligiera la lengua de comunicación con los poderes públicos, sino estos últimos. La consecuencia: la marginación institucional del castellano. Una ley del español, basada en el artículo 149.2 de la Constitución Española, serviría para aclarar cómo ha de concurrir el idioma común del Estado con las demás lenguas cooficiales, permitiendo un mejor equilibrio entre las opciones bilingües en materia educativa y abriendo los órganos nacionales a algunas exigencias minoritarias. Todo ello desde la concordia, la lealtad política y la estricta observancia del Estado de derecho, el mejor método para templar los ánimos.
JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y profesor de Derecho Constitucional, EL CORREO 06/07/13