El Correo-PEDRO CHACÓN DELGADO
El propósito actual de reformarlo nos puede llevar a darle carpetazo. Si se diera algo así, habría que explicarlo por la asombrosa falta de conocimiento de nuestro pasado
Tenemos un gran Estatuto de Autonomía. Eso es lo primero que habría que considerar, por encima de todo, con motivo de su 39 aniversario, que se celebra ahora. Y es un gran Estatuto porque cumple una premisa necesaria o, mejor dicho, imprescindible en política: que a nadie satisface plenamente. Bueno, mejor todavía, quien más demostraciones de satisfacción hace hoy, hasta el punto de no querer cambiarle una coma y abogar por poder celebrar un día su 50 aniversario –el PP vasco–, es quien a priori era el que menos deseaba verlo hecho realidad porque su tradición era otra: la foral. Lo cual no quiere decir que PSE y PNV valoren menos el Estatuto, solo faltaba, siendo ellos quienes representan mejor que nadie el autonomismo vasco. Lo que sí se observa, en el caso jeltzale, es que lo que ahora proponen llevaría a su completa desfiguración.
Son las paradojas de la política, que deben incluirse siempre, a pesar de su falta de lógica y de su aparente volubilidad, en el juego profundo y sutil en que consiste la política de verdad. Nada que objetar si no fuera porque el propósito actual de reforma del Estatuto en el que estamos inmersos –en la fase de estudio por una ponencia de expertos– nos puede llevar a darle carpetazo a un Estatuto de Autonomía que constituyó una verdadera hazaña jurídico-política en nuestra historia de siempre. Si se diera algo así, habría que explicarlo por nuestra asombrosa falta de conocimiento sobre nuestro propio pasado, desde el nivel de calle hasta las más altas esferas de la política.
Es verdaderamente portentoso que tengamos un Estatuto como el de Gernika que, desde su aprobación en 1979, no ha necesitado ni una sola modificación –el único de toda España que aún no ha sido tocado desde su ratificación– y que, a pesar de eso, o gracias a eso, aún se sigue utilizando hoy en día con fuerza y determinación por parte del PNV. Lo acaba de hacer en el Senado Jokin Bildarratz al aludir a las competencias –ellos cuentan hasta 37– todavía por transferir al Gobierno vasco desde el Estado. ¡Nada menos que 37 competencias pendientes y aún así queremos modificar el Estatuto!
Por eso digo que tenemos un Estatuto que no nos merecemos: quien más lo quiere cambiar, que es el nacionalismo moderado –el independentismo lo aborreció desde el principio–, es quien más lo enarbola a la hora de reivindicar lo suyo. Así es la política y así debemos admitirla y entenderla.
En cambio, el liberalismo foral vasco, el que sostuvo la foralidad desde principios del siglo XIX, se fue quedando al margen del proceso autonomista. No supo ver las virtualidades de unir las instituciones seculares de cada provincia en un ente superior. Ni tampoco entendió que en ese ente tuviera que estar Navarra. Fueron básicamente los tradicionalistas y los nacionalistas quienes impulsaron el autonomismo, en un primer momento para hacer frente al desafío republicano e izquierdista, que en 1931 planteaba un Estado aconfesional, mientras que desde aquí, con el proyectado y frustrado Estatuto de Estella, se propugnaba un ideario católico y tradicional.
Nuestro Estatuto de Autonomía actual ancla su legitimidad en el de 1936, producto del esfuerzo e interés de Indalecio Prieto, secundado por dos personalidades clave del PNV como fueron José Antonio Aguirre y Manuel de Irujo. Pero ¿por qué digo que el autonomismo vasco es más de Prieto que de nadie? Porque él fue el único que, por oportunismo, pragmatismo o posibilismo, lo pudo sacar adelante en aquellas Cortes de una Segunda República que se desmoronaba tras la asonada militar y la espantada de toda la derecha, que huyó despavorida de Madrid tras el reparto de armas a los sindicatos, y quien no huyó cayó en manos de los chequistas, dueños de las calles de la capital. Las Cortes republicanas que aprobaron el primer Estatuto vasco de la historia, el de 1936, quedaron reducidas a los escaños de la izquierda y republicanos, y el único representante internacional que asistió a aquella histórica sesión del 1 de octubre –el mismo día en el que Franco era nombrado «generalísimo» en Burgos– fue el representante soviético, Marcel Rosenberg, al que Dolores Ibárruri, desde su asiento, le dedicó un ¡Viva Rusia!
Por eso fue Indalecio Prieto quien puso en marcha en Euskadi la tradición estatutaria y autonomista, hasta entonces inédita entre nosotros. Porque lo que teníamos desde los siglos inmemoriales para gobernarnos era única y exclusivamente la foralidad, nuestras Juntas Generales y diputaciones forales. El autonomismo fue planta exótica, traída por los catalanes –Cambó– en su visita de 1917, y aprovechada por un PNV autonomista –Comunión Nacionalista era entonces como se llamaba la parte más significativa y mayoritaria del PNV– que se subió al tirón popular del autonomismo para hacerse con la Diputación de Bizkaia por primera vez en la persona de Ramón de la Sota Aburto, el hijo del mecenas que puso al PNV en las instituciones.
La historia y la política son así: paradójicas, caprichosas, no diré arbitrarias pero sí inesperadas. Hoy el máximo defensor del autonomismo en Euskadi es un PP vasco –el liberalismo foral de siempre– que nunca creyó en el autonomismo. Por su parte, quienes protagonizaron el autonomismo estatutario –socialistas y nacionalistas– siguen con sus intereses contrapuestos de siempre. Los primeros, por disminuir el poder de las diputaciones, y los segundos, por dibujar por etapas su mapa de Euskal Herria.