FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- Tengo la convicción de que nos dejamos llevar por la acelerada sucesión de noticias y que esta dinámica es la que puede estar “apartando nuestra atención” de cosas sobre las que deberíamos estar más vigilantes
Los veranos solían ser el momento en el que la aceleración se aminoraba, cuando se entraba en ese maravilloso territorio temporal del “paréntesis estival”. Para los periodistas en servicio, los que debían permanecer al pie del cañón, era la pesadilla porque debían enfrentarse al horror vacui de semana tras semana sin noticias. Esto, qué duda cabe, es parte de ese mundo que hemos perdido, aquel en el que de vez en cuando había tiempo para la reflexión, para detenerse a pensar o leer todas aquellas novelas que se iban aplazando, incluso para recuperar, aunque solo fuera en una tarde tonta, el aburrimiento que uno recordaba de la infancia. El aburrimiento, quizá la actividad humana más injustamente denostada. Injustamente, digo, porque es de las pocas actividades que se caracterizan por la ausencia de actividad. Su término en alemán lo dice todo, Langeweile, que en sentido literal significa “permanecer largamente”, mantenerse suspendido en el tiempo. Quien se aburre se sale de la corriente temporal. Heidegger lo llamaba “el murmullo de fondo de la existencia”, la dimensión en la que uno cae cuando se abandona de sí mismo y de cuanto le rodea. ¿Pueden imaginar un mejor plan para estas vacaciones?
Pues no, prohibido aburrirse, prohibido desconectar; en suma, prohibido descansar. Hay que seguir estando al tanto de todo. La lógica informativa, la continua e ininterrumpida aportación de novedades, ha acabado por colonizar todas las dimensiones de nuestra existencia. Este mes de julio he visto con horror cómo mi smartphone me recordaba que “el tiempo de uso de su dispositivo” había aumentado más de una hora diaria respecto del mes anterior. Y como yo casi solo lo uso para informarme, eso significaba que ni siquiera durante la canícula conseguía desconectar. Imposible aburrirse, imposible no estar distraído.
Fíjense, acabo de mencionar el término clave, “distracción”. Y lo es porque tiene un doble sentido: por un lado equivale a entretenimiento, y, por otro, significa “apartar la atención” de algo. Cuando estamos distraídos no nos fijamos en lo que debiéramos. Y esta segunda acepción es la que me interesa, porque tengo la convicción de que hay un exceso de política como entretenimiento, que nos dejamos llevar por la acelerada sucesión de noticias, y que esta misma dinámica es la que puede estar “apartando nuestra atención” de cosas sobre las que deberíamos estar más vigilantes. En algún momento hay que parar esta maquinaria para concentrarnos en lo verdaderamente relevante.
Nuestra política crea un inmenso estruendo de fondo. Oímos el ruido, pero no captamos su melodía. Y están pasando demasiadas cosas, muchas de ellas preocupantes, como para no detenernos a analizarlas. La política es demasiado importante para convertirse en una mera distracción o “pasatiempo” —vean, en este término late el terror ante el aburrimiento— o para dejarla al albur de lo novedoso. Somos incapaces para el aburrimiento, pero quizá no tanto para la reflexión. Les pongo tarea para este verano: ¿cuáles son los temas sobre los que deberíamos estar pensando; cuáles debemos rescatar de esa extraña forma de olvido que consiste en el continuo fluir de noticias? Trataré de traerlos a esta columna.