LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO 22/05/2013
· No podemos confundir la teología con la filología y, menos aún, utilizar el idioma como un marcador ideológico.
En el alma de cada vasco habita un teólogo o un filólogo. A veces, cohabitan ambos y entonces nos sale la vena integrista. El integrismo, sea este ideológico o patriótico, suele ser letal casi siempre y los vascos sabemos un rato de ambas cosas. Las contiendas carlistas del siglo XIX nos muestran la hondura que en estas tierras alcanzó la defensa irreconciliable de dos maneras de ver el mundo y en el siglo recién acabado una guerra civil y cuatro décadas de terror dan fe de nuestro acendrado integrismo. El integrismo, sin embargo, tiene variadas facetas y una de ellas es la que focaliza su atención en el euskera y concretamente en el afán de la limpieza lexical.
La cuestión de la limpieza de sangre cobró una importancia capital entre nosotros desde, al menos, el siglo XV. No tener sangre contaminada por judíos, mahometanos u otros especímenes exóticos, constituyó una fuente de legitimidad en la sociedad vasca del Antiguo Régimen. La limpieza de sangre era un requisito indispensable para acceder a los cargos públicos. Siempre fuimos implacables en esta cuestión racial que tuvo en Arana Goiri su máxima expresión, pero, ahora, caído en desuso el valor de la biología como marcador social, la sed de limpieza no cesa de constituir un hábito cultural de primer orden. Fue precisamente el padre del nacionalismo quien más se esmeró en purificar y limpiar el idioma de los vascos de cuantas adherencias exógenas, preferentemente latinas, había acumulado el euskera a lo largo de la historia. Se inventó una neolengua pura y limpia de la que se quiso borrar cualquier rasgo de extranjería. Aquello fue un dislate, pero el rescoldo ideológico que animó aquel disparate todavía persiste entre nosotros.
Es una evidencia científica el alto grado de mestizaje del idioma vasco. Algunos filólogos, como Luis M. Mujika Urdangarin, lo cifran en las dos terceras partes del léxico vasco actual. Los idiomas toman prestados los términos y palabras acuñados en otras lenguas y otras culturas. Es una necedad la pretensión de crear un neologismo para cada invento o progreso cultural. Las lenguas se nutren unas de otras y las palabras son elementos migrantes que van acoplándose a cada lengua.
Si el euskera ha sobrevivido hasta nuestros días no se es debido a alguna rara cualidad intrínseca, como Larramendi o Astarloa pretendieron, sino que ha sobrevivido gracias a su especial capacidad para asumir palabras de otras culturas. El euskera ha recibido términos de la cultura celta, así como en sucesivas romanizaciones ha acumulado una importancia herencia del latín y de las lenguas romances. Del latín recibimos palabras ya en lo tiempos de Pompeyo cuando se fundó Pamplona o fondeaban sus barcos en Forua o en Oarso. Mas tarde vino el cristianismo empaquetado en latines y palabras de resonancia griega. Ciudades como San Sebastián o Estella se fundaron a ritmo del gascón.
El euskara ha sobrevivido por su rara habilidad de plegarse al recién llegado. Fuerte en su peculiar estructura sintáctica, el euskera ha bebido a chorros las palabras que le han convenido. Al menos, así ha sucedido hasta la fecha, sin que la genuina alma de nuestra lengua se resienta. Pero la tentación de encerrarse y ensimismarse, siempre ha estado presente al menos desde el siglo XVIII. La Iglesia y la teología no fueron ajenas a ello. El euskara se convirtió en vehículo evangelizador y en valladar ante la modernidad. Los clérigos dispusieron de él como instrumento de oposición a las nuevas ideas que ya despuntaban en Europa desde el XVIII. Mientras el Siglo de la Luces acontecía en el país vecino, aquí se tenía en el Catecismo de Astete la única referencia culta. Así nos fue y así nos va. La frustración cultural del País Vasco tiene en el siglo XIX su explicación más cabal: ensimismados en nuestra mitología política, fuimos masivamente antimodernos.
La tentación de ensimismamiento idiomático lo apreciamos hoy en un exceso de neologismos y palabras ‘tuneadas’ que pretenden significar cosas para lo que no fueron creadas. Resucitar términos de nuestra lengua rural para dotarlos de significados técnicos y científicos es una temeridad, además de un atentado a la economía lingüística. Solo pondré un ejemplo: hace pocos días escuché en un teleberri de EITB la palabra ‘garaikurra’ para significar el logro de un trofeo deportivo. Mi primera reacción fue un tanto estoica y me puse a pensar lo que el palabro en cuestión pudiera significar. Cavilé y concluí que la palabra ‘garaikurra’ era un compuesto de los términos ‘garaipen’ (victoria) e ‘ikur’ (símbolo). Estaba claro, la palabreja en cuestión solo podía significar ‘trofeo’.
Entonces acudí a los diccionarios y comprobé que todas, absolutamente todas las lenguas circundantes, utilizaban la misma raíz griega para significar trofeo. En inglés se dice ‘trophy’, ‘trophäe’ en alemán y ‘trophèe’ en francés. El locutor televisivo podía perfectamente haber utilizado la palabra ‘trofeoa’ que todos entendemos. Pero una vez más se trata de significar la diferencia, de no parecerse al español y de utilizar el idioma como marcador ideológico. Es precisamente ese afán manipulador lo que agosta y destroza a los idiomas.
Habrá algunas cosas que ideológicamente no comparta con Xabier Amuriza, pero suscribo plenamente su preocupación por la rémora que supone el neopurismo idiomático vasco. El euskera ha de absorber palabras científicas y técnicas a raudales; y ya se sabe que la ciencia y la tecnología se escriben hoy en inglés. Así como en su día el euskera se alimentó del latín, hoy le corresponde nutrirse del inglés. No podemos permitirnos el lujo de confundir la teología con la filología y, menos aún, obstinarnos en utilizar el idioma como un marcador. Una lengua debe servir para comunicarse y no para marcar la diferencia.
LUIS HARANBURU ALTUNA, EL CORREO 22/05/2013