- Todas las atribuciones que él personificaba en Trump podrían habérsele aplicado a Sánchez. Por ejemplo, el desprecio a la democracia liberal, priorizar el choque y el enfrentamiento, o buscar la destrucción del rival
Me tomé un tiempo para digerir el apabullante triunfo de Trump. Lo que, por ejemplo, no les gusta a Sánchez, a Yoli, a Belarra y a Iglesias me gusta a mí. Lógico. Rompiendo todas las encuestas Trump venció incluso en los estados más inesperados. La pregunta obligada, tras la sorpresa, es a qué se debe tal vuelco. Solo The New York Times adelantó que Trump conseguiría 290 votos electorales; sumó 295 y le bastaban 270. En votos populares el triunfo resultó también espectacular. ¿Cómo pudo darse tal abismo entre expectativas y realidad? Porque se había madurado en cuatro años. Biden supuso un desastre económico que afectó sobre todo a las clases medias, un atentado contra valores arraigados en la sociedad norteamericana, y una política radicalizada de izquierdas que inquietó a demasiados ciudadanos. Y Harris, sin nada reseñable en su vicepresidencia, resultó una candidata pipiola y vacía. Y más radical que Biden. No la apoyaron el voto femenino, el ecologista y el hispano como ella esperaba. Una mala candidata tras un presidente deshilvanado y en declive. Trump es un excéntrico, pero han creído en él.
En la jornada electoral y siguientes las televisiones respondieron a lo previsible. Mandan los que mandan. El trío Ferreras, Fortes e Intxaurrondo, sin sorpresas. Me sorprendió Vallés al que tenía por profesional objetivo. Consideró a Trump ‘autócrata’, le incluyó entre quienes «desprecian los fundamentos de la democracia liberal», «priorizan el choque y el enfrentamiento sobre el consenso y el respeto», y «buscan la destrucción del rival antes de considerarle un enemigo», afirmando que Trump es «el paradigma de este tipo de líderes», «tiene tendencias misóginas», «es xenófobo», «deshumaniza a los inmigrantes», «miente una o varias veces en cada intervención pública», «es claramente un ególatra», «se refiere a sus adversarios demócratas como el enemigo interior», entre otras lindezas. Al final informó que, pese a esas supuestas lacras, Trump había sido elegido presidente con holgura.
Mientras escuchaba ese duro corolario pensé que se refería a Sánchez. Pero no. Todas las atribuciones que él personificaba en Trump podrían habérsele aplicado a Sánchez. Por ejemplo, el desprecio a la democracia liberal, priorizar el choque y el enfrentamiento, o buscar la destrucción del rival. Y lo de ser mentiroso y ególatra es de cajón. Hasta la xenofobia, si recordamos aquel episodio en que Sánchez se limpiaba con un pañuelo tras dar la mano a un ciudadano negro. Pero era Trump. Un caso perdido sin mezcla de bien alguno. Una amplísima mayoría de ciudadanos estadounidenses no compartieron esas opiniones. El primer paso para defender «los fundamentos de la democracia liberal» es creer en la voluntad del pueblo expresada en las urnas y no pensar que los votantes fueron listos y ahora son memos. Tampoco Sánchez cree en la fuerza del voto. El primer presidente de Gobierno que lo es perdiendo las elecciones a cambio de vender España a trocitos a sus enemigos, lesionando gravemente la igualdad entre los españoles y despreciando, de hecho, la Constitución.
El otro tema que ocupa mis desvelos, de calado cercano y motivo de enorme dolor, es la catástrofe natural en cuatro comunidades autónomas, con singular furia en Valencia. Curioso que la Policía de Marlaska, incapaz de detener a Puigdemont en su tan anunciada visita a Barcelona, detuviera de inmediato a quienes apalearon un vehículo de la escolta de Sánchez, no el suyo, cuando huyó sin recibir impacto alguno del célebre palo. Era falso. Y de violentos de extrema derecha, nada; ciudadanos cabreados. Los Reyes afrontaron con valentía la difícil situación, mientras Sánchez desaparecía demudado. Descubrir su semblante y su nerviosismo cuando caminaba malamente hacia su vehículo era la estampa del miedo. Necesitaría una ducha.
De estas jornadas en la sufriente Valencia me quedo, además de con el dolor, con unas cuantas palabras vergonzosas, nacidas de esa «máquina del fango» que el sanchismo robó a Umberto Eco: 1. Sánchez: «Si necesitan algo, que lo pidan». ¿Y el Gobierno sentadito a esperar? 2. Margarita Robles, inútil ministra de Defensa: «No podemos querer que el Ejército haga todo». Al terremoto de Marruecos envió al Ejército. ¿Pudo hacerlo todo? 3. Ana Redondo, ignota ministra de Igualdad, en un manuscrito para la reunión de su equipo: «Este es nuestro momento». ¿Réditos políticos del sufrimiento y la tragedia? Y 4. Aina Vidal, portavoz adjunta de Sumar en el Congreso: «Los diputados no estamos para achicar agua». En su biografía no figura formación ni profesión alguna. ¿No sabe ni achicar agua tras haber vivido siempre del dinero público? Y ¿Qué sabe? Aunque resulte increíble por su ignorancia, hace leyes.