Al tener que definir un nuevo bien común europeo frente a los intereses del capital y de los Estados, los europeos tenemos la oportunidad de descubrir los grandes fines de la política. Este experimento para la época global ofrece un cauce concreto para que algunos de los ideales que animan al perplejo movimiento antiglobalización encuentren una ilusión razonable.
Los temerosos suelen tener más clarividencia que los valientes. El miedo no les da la razón, pero les proporciona un sensor especial para detectar situaciones novedosas y les invita a buscar el refugio de lo ya conocido. La razón está repartida entre unos y otros de una curiosa manera. Los miedosos la tienen cuando afirman que determinados cambios son irreversibles y radicales, que arruinan las categorías con las que nos habíamos conducido hasta entonces, por lo que recomiendan hacer los experimentos con gaseosa; los intrépidos saben que en las situaciones novedosas ya no valen las fórmulas tradicionales, aunque tampoco sepan muy bien qué es lo que puede sustituirlas, y por eso acostumbran a proponer huidas hacia delante. Lo mejor es aceptar el diagnóstico de los primeros y hacer lo que recomiendan los segundos.
Porque es verdad que el Tratado Constitucional europeo va a cambiar radicalmente muchas cosas. Aunque el Tribunal Constitucional haya adoptado la resolución más cómoda al declarar que no hay contradicción entre la prevalencia normativa que se atribuye la Constitución europea y el principio de supremacía establecido en la Constitución española, algo está cambiando en la lógica con que nos gobernamos los europeos. Si se me permite una expresión que no es tan exagerada como parece, el Tratado Constitucional convierte a las constituciones de los Estados en una especie de estatutos de autonomía, sin que ello suponga que, como por un movimiento hidráulico, las comunidades autónomas vayan a recibir lo que los Estados van a perder. Es fundamental entender que entramos en un juego distinto, en una nueva lógica que a todos nos va a modificar radicalmente, aunque las cosas exijan su tiempo. Con el avance político que el Tratado Constitucional supone respecto de los tratados anteriores entramos ya en un horizonte postsoberanista, en el comienzo del fin de los nacionalismos en Europa, de todos, también incluso del europeo, igualmente innecesario para legitimar este experimento.
La construcción política de Europa presenta unas singularidades que la diferencian de todos los proyectos de construcción nacional. Probablemente sea la primera entidad política que se configure sin necesidad de un patriotismo ideológico de esos que exigían un pueblo delimitado y homogéneo, un origen común, unidad de lengua y cultura, y algún enemigo exterior que fuera útil para la cohesión interna. A pesar de que abunde la retórica en esa dirección, la contraposición con los Estados Unidos trata de conferir a Europa una legitimidad que no necesita, ya que se asienta en otro tipo de valores. El proyecto europeo no exige, como ha sido habitual en la configuración de las naciones, dramatizar el peligro exterior para asegurar la cohesión interior. Frente a la concepción de una Europa como unidad autárquica claramente separada del resto del mundo y en competencia con él (una oposición que gusta especialmente a los neoconservadores americanos, por cierto), el experimento europeo no tiene otra justificación que representar el embrión de una verdadera cosmopolítica.
Es cierto que la Unión Europea surgió en parte para crear un marco de acción gracias al cual los Estados europeos pudieran hacer frente a las exigencias de una economía globalizada. La Unión proporcionaría lo que los Estados nacionales ya no podían asegurar, y de este modo salvaría a los Estados. Pero esta salvación no ha podido hacerse más que modificando radicalmente el cuadro definido por los Estados, que han dejado de ser actores soberanos. Los Estados nacionales ya no pueden estar en el centro del análisis para entender lo que significa Europa. La radical novedad de la Unión Europea no es reconocida cuando se divisa desde el viejo horizonte conceptual, para el que la ampliación institucional y de espacios de acción es entendida como debilitamiento de las soberanías. Las categorías nacionales no son capaces de dar más que una definición negativa de Europa. La posibilidad de concebir lo nuevo de la Unión Europea es impedida por el nacionalismo metodológico y su fijación en el Estado, lo que limita el horizonte y dirige la atención hacia falsas alternativas, hacia juegos de suma cero. Desde esas categorías, Europa es entendida o bien como un «super-Estado» que suprimiría las naciones o como una federación de Estados nacionales que defenderían celosamente sus respectivas soberanías.
Para hacerse cargo de su novedad hay que haber comprendido que la integración europea en su conjunto es un proceso cuya dinámica resulta de la tensión entre la interestatalidad y la supraestatalidad, un movimiento que protagonizan los Estados y que al mismo tiempo los supera. La sucesiva adjudicación de políticas, competencias y espacios de acción a nivel europeo, la constitución de procesos de decisión que ya no pueden ser controlados exclusivamente por los Estados miembros sino que obedecen a su propia dinámica, todo ello crea una estructura que no es ni una réplica de los Estados nacionales ni una variante de las organizaciones internacionales.
Las innovaciones institucionales y procedimentales del experimento europeo tienen su origen en una manera de gobernar basada en la coordinación y en la interdependencia. Corresponde al tipo de organización propio de una sociedad que ya no tolera ser gobernada desde un centro rígido, con una jerarquía estricta y en orden a producir homogeneidad. En ella se cumple a la letra el principio de que la pluralidad no es el problema sino la solución, o cuando menos el ámbito fuera del cual no hay solución.
La Unión Europea, debido a su compleja estructura de gobierno, ha modificado el modo de concebir y ejercer el poder. El poder como imposición se ha transformado en poder como negociación. En un sistema en el que intervienen varios niveles de gobierno, las decisiones políticas ya no se pueden adoptar jerárquicamente y sólo en una escasa medida con criterios mayoritarios; hay que aspirar a decidir por medio del acuerdo general. Aunque hay en el seno de Europa muchos deseos de supremacía y no pocos desequilibrios de poder, también está muy asentada en su cultura política la idea de voluntariedad y la práctica del consenso. Conforme esta práctica se generaliza, la misma idea de soberanía, tradicionalmente absoluta e incompartible, se transforma, dando lugar a lo que algunos han llamado «soberanía compleja»: la posibilidad paradójica de que pérdidas de soberanía proporcionen ganancias de soberanía. Europa es un juego de cooperación que no deja intactos a quienes intervienen en él sino que los transforma. Europa disciplina los intereses y modifica las preferencias en la medida en que los inserta en redes de interdependencia y los hace objeto de discusión y revisión permanente.
Si el experimento europeo fracasa o sale bien es algo que no se decidirá porque tengamos una idea adecuada de lo que estamos realizando, pero un proceso de tal envergadura no puede llevarse a cabo sin unas categorías que interpreten adecuadamente la situación. Nuestro principal desafío consiste en abandonar los conceptos centrados en la idea tradicional de Estado y desarrollar una comprensión alternativa de las relaciones entre los Estados, las naciones y las sociedades. Al mismo tiempo, el concepto de soberanía ha de abrirse hacia los espacios de poder de la era global. Planteadas así las cosas, tiene razón Ulrich Beck cuando asegura que una Europa cosmopolita es hoy la última utopía política efectiva. Al tener que definir un nuevo bien común europeo frente a los intereses más inmediatos del capital y de los Estados, los europeos tenemos la oportunidad de descubrir los grandes fines de la política. Este experimento para la época global ofrece un cauce concreto para que algunos de los ideales que animan al perplejo movimiento antiglobalización encuentren una ilusión más que razonable.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, premio Espasa de Ensayo por su obra ‘La sociedad invisible’.
Daniel Innerarity, EL PAÍS, 21/1/2005