Carlos Sánchez-El Confidencial
- Paradojas de la vida. La inflación y los tipos de interés ultralaxos le han hecho el trabajo sucio a los gobiernos, que han podido disponer de ingentes recursos para compensar las crisis. Ahora toca cambio de ciclo
Una cifra lo dice todo. O casi todo. Según una investigación de Bruegel, uno de los laboratorios de ideas más influyentes de Europa, desde septiembre de 2021 (cuando comenzó la crisis energética) los países europeos, incluidos Reino Unido y Noruega, han destinado alrededor de 705.000 millones de euros a compensar a los consumidores de las consecuencias adversas del alza de la inflación.
Obviamente, esa cantidad, que representa cerca del 60% del PIB de España, no ha caído del cielo. También los estados han obtenido ingentes recursos por el alza de los precios, lo que paradójicamente ha permitido sanear las cuentas públicas durante un periodo especialmente convulso. En esa lista, por cierto, España ocupa el puesto 16 de 28 en cuanto a impulso fiscal, con un volumen de ayudas que representa el 3,2% del PIB, muy por detrás de Grecia, Italia o Portugal, cuyo nivel de endeudamiento público es superior.
El déficit fiscal en la eurozona, sin embargo, se sitúa hoy en el 2,9%, muy lejos ya del 8% en que llegó a colocarse en el primer trimestre de 2021 a consecuencia de la pandemia, mientras que la deuda pública en relación con el PIB ha caído hasta el 94%, casi seis puntos menos que hace un año. Se puede decir, por lo tanto, que la crisis energética ha sentado bien a los gobiernos, que no han tenido necesidad de hacer ajustes, digamos, desagradables para equilibrar las cuentas públicas. La inflación, por decirlo de una manera directa, ha hecho su trabajo.
Tampoco el desempleo, al contrario de lo que sucedió en anteriores crisis, se ha visto especialmente afectado por la alta inflación. De hecho, la respuesta del empleo es con toda seguridad la principal diferencia entre la actual crisis energética y las sufridas por los países consumidores durante los años 70, cuando el paro colapsó algunas economías acostumbradas a bajos niveles de desempleo desde 1945. El paro se sitúa hoy en la eurozona en el 6,5%, que es el nivel más bajo desde que existe el euro (un cuarto de siglo). Alta inflación y bajo desempleo es una ecuación que desafía la vigencia de muchos manuales de economía.
Caída de rentas
Este escenario, digamos, benigno, en términos macroeconómicos, ha sido posible gracias a dos factores principales. Por un lado, a la existencia de una política de tipos de interés ultralaxa que ahora se encuentra en proceso de normalización, aunque todavía es claramente expansiva a la luz de los niveles de inflación, y, por otro, a la existencia de políticas fiscales volcadas en el gasto público para compensar la caída de rentas producida por la pandemia y, posteriormente, por el alza de los precios. El balance del BCE, por ejemplo, ha sido engordado en cerca de 3,3 billones de euros desde 2019, inmediatamente antes de la pandemia, y roza hoy los ocho billones de euros.
La Unión Europea, a más a más, que diría un clásico, incluso, mantendrá en 2023 congeladas las reglas fiscales por cuarto año consecutivo, lo que es una clara señal de que no tiene ninguna intención de recuperar el austericidio del que hizo gala en la anterior crisis. Incluso los costes del servicio de la deuda son inusualmente bajos debido a que los gobiernos han aprovechado para endeudarse a plazos más largos con el consiguiente ahorro. España paga hoy la mitad por su deuda pública pese a que el endeudamiento representa más del doble que en la anterior crisis. Y la sostenibilidad, cabe recordar, no solo depende del volumen, sino también de los costes de financiación.
Pese a ello, existe un claro sentimiento de crisis aguda en la mayoría de las opiniones públicas europeas. Sin duda, porque la inflación trae muy malos recuerdos, aunque también por una obviedad: el alza de los precios merma el poder adquisitivo de los hogares sin que en muchos casos se vean protegidos por la acción de los poderes públicos. De hecho, es muy probable, aunque no hay estadísticas suficientemente concluyentes, que la desigualdad se haya ensanchado de forma relevante durante el año 2022 debido a que todas las crisis son especialmente dañinas para las rentas medias y bajas. Y la inflación, precisamente, a quien más castiga es a quien tiene mayor propensión al consumo: las rentas bajas, que deben destinar todos sus ingresos a cubrir sus necesidades básicas.
Ahora bien, no todo es economía. También cuenta la psicología. Detrás de esta percepción subjetiva de la crisis se encuentra la estrategia deliberada de los gobiernos y de los organismos multilaterales de sobreactuar (el caso del FMI es de libro) ante la opinión pública en aras de reducir los consumos energéticos y, por ende, rebajar los precios. El ciclo recesivo que vivirán algunas economías en los dos próximos trimestres, de hecho, tiene mucho que ver con que se trata de una crisis inducida, como esos comas que provocan los médicos para proteger al cerebro y salvar al enfermo.
El pesimismo
Todo está aparentemente tan controlado que la última encuesta del BCE, en medio de la crisis, ha puesto de manifiesto que lo que preocupa hoy a las pequeñas y medianas empresas de la eurozona no es la liquidez, que fue la tragedia de 2008, sino la escasez de personal cualificado. La segunda preocupación tiene que ver con el aumento de los costes de producción, mientras que el acceso a la financiación, también en España, se mantiene como el obstáculo menos relevante, lo que no deja de ser un indicador de solvencia en medio de un pesimismo generalizado. No en vano, las empresas están más saneadas que en la anterior crisis después de haber reducido de forma intensa su endeudamiento.
Si en 2009, en España, la deuda empresarial representaba el 119% del PIB, esta se ha reducido hasta situarse en el segundo trimestre de 2022 en el 75,7%. En el caso de las familias, la deuda sobre el PIB ha caído hasta el 56,5%, porcentaje similar al de antes de la pandemia. ¿Qué quiere decir esto? Pues ni más ni menos que varias crisis sobrevenidas en apenas tres años —pandemia, inflación o guerra en Ucrania— no han dañado la solvencia de los hogares.
El BCE aprovecha la inflación para normalizar su política monetaria y olvidar la angustia que suponen los tipos de interés negativos
Estamos, por lo tanto, ante una crisis nacida de un proceso inflacionista, pero también en parte provocada. Por un lado, porque el BCE está aprovechando la inflación para normalizar su política monetaria y así poder olvidar la angustia que supone para un banco central la existencia de tipos de interés negativos, que es una señal de que no han hecho bien su trabajo, y, por otro, porque los gobiernos necesitan que la inflación, que todavía es de naturaleza coyuntural, no se convierta en estructural, lo que acabaría por afectar al empleo y, por lo tanto, a las cuentas públicas. También a sus expectativas electorales.
Como es lógico, esa doble estrategia tenderá a diluirse en el tiempo a medida que los gobiernos y el propio BCE levanten el pie del acelerador, lo cual tendrá indudables efectos políticos y sociales. En particular en países como España, donde a partir de mayo se abre un intenso ciclo electoral. Y por eso sorprende que en la agenda pública no exista hoy un debate intenso sobre las consecuencias que tendrá a medio y largo plazo la progresiva desaparición de los estímulos, que tenderán a reducirse a medida que se normalicen los precios. Ya hay razones para pensar que la inflación ha tocado techo e incluso el mercado descuenta ya una bajada de tipos en EEUU a finales de año, tras haber situado la Reserva Federal el tipo de intervención en el 5% a lo largo de 2023. En Europa seguirán subiendo hasta alcanzar un máximo que podría situarse en el 3%.
Un año perdido
Alguien podría imaginar que el nuevo escenario, cada vez más condicionado por la geopolítica y por el nuevo orden mundial que surgirá de la guerra de Ucrania, ocuparía, como se ha dicho, un espacio central en la preocupación de la política, pero el país se embarca ahora en un año perdido para las reformas porque ninguno de los partidos parece tener incentivos para abrir un periodo de reflexión sobre qué hacer con el futuro.
Un año no es poca cosa, supone el 25% de la legislatura, a lo que habría que añadir —si las elecciones se celebran a finales de año, como está previsto— el periodo de interinidad que se abrirá en 2024 tras los comicios. Periodo, por cierto, lleno de incógnitas a la vista de que las próximas elecciones se presentan como una confrontación entre bloques sin que haya caminos transversales sobre los que pueda transitar el acuerdo.
Se podrá decir que con el actual nivel de enfrentamiento la economía española ha sobrevivido al caos, pero se olvida que eso ha sido posible gracias a unas condiciones exteriores irrepetibles: fondos europeos que han beneficiado especialmente a España por su débil posición de partida, congelación de las reglas fiscales durante cuatro años y, por supuesto, la existencia de una política monetaria ultraexpansiva diseñada para no volver a repetir los errores de 2008 y así evitar que las primas de riesgo se pudieran disparar poniendo en riesgo el euro. Además de una inflación que, paradójicamente, ha hecho el trabajo sucio a los gobiernos y les ha permitido no solo recaudar como nunca, sino reforzar el carácter protector del Estado, con las consecuencias políticas que conlleva.
Ese escenario es el que comenzará a cambiar a partir de 2023. Y conviene tenerlo en cuenta antes de que sea demasiado tarde.