Ignacio Camacho-ABC

  • El supuesto de una Fiscalía sometida a las órdenes del reo es tan anómalo que no está contemplado en el ordenamiento

Por mucho que Pedro Sánchez se empeñe en sostenerlo, Álvaro García Ortiz tendrá que dimitir cuando se le abra juicio oral en el Supremo. Debería escribir «si se le abre» pero después de las declaraciones de testigos de esta semana quedan pocas dudas al respecto. Pueden llamarme ingenuo por pensar que ni siquiera en la anormalidad política y jurídica del sanchismo un fiscal puede ser la vez acusado y acusador en un mismo proceso. Aunque hayamos visto muchas aberraciones en los últimos tiempos, ésta superaría cualquier parámetro de contradicción en (lo que quede de) un Estado de derecho. El supuesto resulta tan excepcional que ni siquiera está previsto en el ordenamiento; sin embargo, uno quiere creer que en la conciencia del investigado habite aún un mínimo resto de respeto no ya a la lógica forense sino a sus propios compañeros que han de actuar en la causa, a quienes pondría en el extravagante aprieto de deber obediencia estatutaria al reo.

Entre ellos los hay críticos y partidarios, parece que mayoría de los primeros; lo que ninguno ignora es el carácter insólito del caso. Ya es bastante cuestionable que sea la Abogacía estatal la que se haga cargo de la defensa del investigado, pero una Fiscalía obligada a desempeñarse bajo su dependencia jerárquica es un disparate fuera de todo cálculo. De hecho, el testimonio de dos subordinados del Ministerio Público ha dejado a García Ortiz a los pies de los caballos. Si a eso se suma el borrado de huellas documentales para que la UCO no pueda seguir el rastro, estamos ante un asunto de gravedad tan extraordinaria como el propio sumario, donde el prestigio de la institución y su obligatoria apariencia de imparcialidad están saliendo zarandeados por el empeño de su titular –respaldado por el Gobierno– en seguir al mando. Por más que esa resistencia pueda tener un (mal) pase durante la fase de instrucción, en una vista pública constituiría un lamentable espectáculo que no merecen ni la justicia ni los ciudadanos.

El fiscal general, que debería ser el primer interesado en evitar ese oprobio al Ministerio Público y a sí mismo, ha preferido seguir el dudoso camino del enroque político. La intención de mantenerse en el puesto confirma su posición al servicio de los intereses del sanchismo, avalada también por el denuedo con que lo amparan y excusan los ministros. El presidente en persona se ha referido a él con un elocuente posesivo que descarta su independencia y lo incluye en el ámbito estricto del personal de confianza a su servicio. Un brazo ejecutor más de las estrategias del sanchismo. De eso va, de hecho, el asunto en cuestión: de la posibilidad de que un alto funcionario judicial haya podido cometer un delito por sumarse a las directrices partidistas del Ejecutivo. La presunción de inocencia la conservará hasta el final del juicio; la de neutralidad y la de dignidad ya la ha perdido.