José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Con esta mayoría parlamentaria cantonal, fragmentada, contradictoria y voluble, ¿podrá España encarar con éxito la otra pandemia, la de la recesión, el desempleo, la desigualdad y la pobreza?
El experimento de la Primera República (1873-74) se frustró por varias razones como la persistencia de las guerras carlistas y los graves problemas coloniales de una España en decadencia. Pero se desplomó definitivamente por la insurrección cantonalista inspirada por los dirigentes periféricos (¡cómo olvidar a Antonio Gálvez, conocido por ‘Antonete’, el líder del cantón de Cartagena!) que se consideraban auténticos “federalistas desde abajo” y zarandearon el país. Aquel régimen alternativo a la monarquía y con pretensión federal no llegó a aprobar una Constitución, aunque sí dispuso de un valioso borrador elaborado por Emilio Castelar en cuyo artículo primero se listaban de forma nominativa los territorios federados que componían la “nación española”.
En el Congreso de los Diputados este miércoles se reflejó, como en un ‘flashback’ histórico, la España del cantonalismo que centrifuga los valores de la comunidad nacional y los atributos de la solidaridad de un Estado social y democrático hasta convertir el debate sobre una prórroga del vigente estado de alarma en una especie de zoco en el que la conocida como ‘mayoría de la investidura’ que hizo presidente a Pedro Sánchez el pasado mes de enero intercambió votos —dándolos o negándolos— por mercancías políticas o económicas. Dio la cara otra vez (“Siniestro gubernamental”, de 7 de mayo pasado) el cúmulo de contradicciones inevitables de una agrupación heterogénea de partidos que designó al socialista jefe del Gobierno tras el fracaso del PSOE y de UP en las elecciones del 10 de noviembre de 2019.
Precisamente la emergencia de Sánchez y de Iglesias —enemigos, primero, amigos, después— por eludir la severa interpretación de su grave traspiés electoral les condujo directamente a recrear, tras la moción de censura de hace casi dos años, esa mayoría que este miércoles fracasó. Los socios gubernamentales pasaron sus recibos al cobro con un desparpajo casi obsceno. Se pasearon los intereses de Cataluña y su mesa de diálogo; los del País Vasco en la versión mercantil (PNV) e independentista (Bildu), los de la Comunidad Valencia (esta vez, Compromís ‘castigó’ a Sánchez), los de Galicia, los de Canarias, los de Cantabria, los de Navarra… Fuera para refrendar el botín, sea para lamentar no haberlo obtenido.
El parecido con el cantonalismo decimonónico resultó asombroso y la premonición que asaltaba su observación remitía a una gran inquietud: con esta mayoría parlamentaria fragmentada, contradictoria y voluble, ¿podrá España encarar con éxito la otra pandemia, la de la recesión, el desempleo, la desigualdad y la pobreza?, ¿hay Gobierno y dispone de apoyo parlamentario para aprobar unos Presupuestos Generales del Estado que sustituyan a los prorrogados y vigentes de 2018?, esta mayoría precaria que se envía a sí misma recados de derrumbe y disolución ¿estará en condiciones de asumir las obligaciones del condicionado europeo a las ayudas que nuestro país necesita?
La segunda asistencia de Ciudadanos al Gobierno en este estado de alarma no predispone a suponer que los mal avenidos socios de la mayoría cantonal den por quebrado su acuerdo de enero pasado. El grupo que dirige Inés Arrimadas ha tenido dos utilidades muy funcionales para la mayoría de investidura. La primera, coadyuvar al Gobierno —a cambio de contraprestaciones de aplicación general— a salvar una tesitura de extrema debilidad. La segunda, delimitar la autonomía de Sánchez respecto de sus apoyos territoriales, que quedó demostrado es mínima. El presidente fue advertido del “corto recorrido” de su mandato si persistía en alterar los dos ejes que le llevaron a la Moncloa: izquierdismo radical y secesionismo. Esas son las dos reglas de juego del compromiso de la investidura cuya mayoría cuarteada, desconchada, cojitranca, sin embargo, se resiste a la defunción.
Es mejor sobrevolar el vertedero político en el que ayer unos y otros convirtieron el Congreso de los Diputados. Allí no se atisbó el Estado ni se sintió la nación. Allí se representó una regresión histórica en la que sarpulleron los peores rasgos de la idiosincrasia española: el sectarismo, el enfrentamiento con ensañamiento, la destrucción del concepto de ciudadanía, la malversación del mandato representativo y el segregacionismo territorial, todo ello destructivo de cualquier proyecto colectivo y solidario.
Intentarán el Gobierno y sus socios seguir en el funambulismo y la oposición continuar recluida en las negativas, pero la devastación del país y de la economía de sus ciudadanos se va a mostrar con un rostro tan macilento y agónico, que ya solo cabe esperar que en un rapto de sensatez patriótica los partidos de Estado lo apuntalen, apartándose de los extremismos y de los propósitos explícitos de infectar la convivencia y tumbar el régimen constitucional.
O en otras palabras, que lo que se resolvió en el siglo XIX con el espadón, se resuelva en el siglo XXI con una descarga masiva de responsabilidad democrática, constitucional y patriótica. La alternativa es el regreso a los peores escenarios de la política decimonónica española, pero también al “corralito y a la cartilla de racionamiento”, según auguró Pedro Sánchez si él y el PSOE, como luego han hecho, cogobernasen con populistas y secesionistas. Acertaba entonces y se confunde ahora.