«Esto se acabó». No puede decirse de forma más taxativa. Es el final de la escapada. Acaba, en lo inmediato, el plan de una investidura ilegal del prófugo. Y, para enseguida, acaba la versión de un procés-2 marcado por la unilateralidad y la ilegalidad. Otra cosa es el sueño indepe conjugado por la vía constitucional, legítimo, pero de futuro mate.
Acaba, porque cuando el prota escribe que está acabado —sobre todo si es un aprendiz de mago—, es que está acabado. Y acaba porque aunque muchos catalanes han prestado oído a tanto disparate, hoy su reacción es multiadversa. De indignación, porque comprueban que Puigdemont y los suyos, al predicar en público el resistencialismo y simultáneamente cuchichearse en privado su feroz derrota, les han engañado a galet, hasta el tuétano.
De vergüenza, pues nunca imaginaron que el prestigio de la institución de autogobierno que tanto anhelaron bajo la dictadura quedaría enlodada hasta el cuello, al encarnarse en discursos orates. De piedad conmiserativa, por la triste suerte que se han labrado los gañanes (políticos) con quienes compartieron guitarras y hogueras de campamento. Esa cosmovisión de minyons escoltes (boy scouts), curas atrevidos y cánticos negro-spirituals y a La Muntanya venerada (Cataluña), que ahora se desploma.
Acaba por la indigna bajeza de atribuir su fracaso a que “los nuestros nos han traicionado”: frase tan wagneriana como vil para Esquerra (cuyo líder sigue entre rejas) y mezquina para el resto. Acaba porque, como enfatizaba Tarradellas, los catalanes tragan mucho, pero nunca el ridículo (cósmico, añadiríamos).
Carles Puigdemont y bastantes de los suyos están pues definitivamente acabados en el espíritu de muchos de sus seguidores. Pero además el procés-2 queda en mantillas. El único programa, el único proyecto, la única estrategia y el único liderazgo que concitaban —a regañadientes—, la coyunda interesada entre los tres partidos secesionistas— era el “retorno” del presunto president presuntamente “legítimo”. Podrán quizá digerir este desastre, pero costará lo indecible, quizás anys i panys: habrá que improvisar programa, proyecto, estrategia y liderazgo. Y en un clima de desconfianzas y odios tribales.
Acaba Puigdemont como Pujol, con una confesión pública de indecencia en su conducta. La suya, la mentira y burla a los ciudadanos, se vislumbró ¿por azar? merced a una cámara. La de Pujol, colateral, la confesión escrita de haber ocultado su deslealtad con sus impuestos. Tanto monta. Luego vendrá otro vía crucis. Algún día próximo la judicatura inhabilitará a los que procese. Algún día los condenará a lo que sea. Y algún día, restablecida Cataluña, serán, ojalá, rescatados por la generosidad democrática para la vida civil. Pero no los prófugos que se han burlado hasta de sus más fieles y crédulos seguidores.