Manuel Montero-El Correeo

Han pasado los tiempos en los que la política giraba alrededor del centro. Izquierda y derecha se peleaban por la moderación y se hacía con el poder el que se llevaba ese gato al agua

No está claro si la radicalización que se apodera de nuestra vida pública es efecto del Gobierno superprogresista o si este arranca del extremismo ambiental. O son dos caras de lo mismo. Lo sustancial: se están liquidando las zonas neutrales, la tierra de nadie que antes era el espacio a conquistar y del que ahora todo quisqui huye como de la peste.

De un lado, el califato Sanchezland está elevando a categoría gubernamental el conmigo o contra mí. O progresista en sintonía con el Gobierno de progresía prístina o ultraderechista, incluso fascista, si recelas de alguno de los principios con los que nos redimirán, la plurinacionalidad o la politización de la justicia (inevitable efecto del sonsonete «no judicializar la política»).

Por la deriva de los continentes, al otro lado de la ciénaga se alza Casadostán, la patria irredenta, cuya mayor ambición es mirar airada, con indignación suma, al grito de vade retro Satanás. No se entiende la pretensión de salir del laberinto por el medio de gritar cuatro simplezas, sin más aportaciones que repetir lemas tan pueriles como los de sus antagonistas.

O se trata de no salir del laberinto, pues, desde las trincheras, el mundo se cubre de autosatisfacción vanidosa: todos se sienten en la verdad, sugiriendo unos que «los rojos no pasarán», pues quieren acabar con España; para los otros hay que parar a la peor derecha de Europa, «cada vez más cerca de la extrema derecha». En esta línea, desde el punto de vista independentista todos los discrepantes son fascismo a destruir. No es un pensamiento complejo.

La inverosimilitud de la situación la sella el ministro de Consumo, cuando la periodista se asombra por las pretéritas críticas podemitas a la ministra Delgado y la actual complacencia al mudar a fiscal general. La respuesta constituye una revelación: «Han cambiado los contextos». Todo está bien o está mal según. Propiamente, no hay criterios. Vale lo que nos viene bien. La conveniencia sectaria se eleva a máxima política.

Han pasado los tiempos en los que la política giraba alrededor del centro. Izquierda y derecha se peleaban por la moderación y se hacía con el poder el que se llevaba ese gato al agua. Ya no.

No es una exclusiva de España. En la nueva época la radicalidad se impone por doquier. Ganan Trump, Bolsonaro, el Brexit, Johnson y unos cuantos fenómenos más.

Constituye un cambio de calado. Antes los extremismos eran cuestión de minorías, el filo de una navaja en la que convenía no sentarse, un lugar ocasional, no el ámbito donde habitar. Han cambiado las percepciones y están triunfando las radicalidades de distinto signo. Adquieren solidez. Los extremismos crean vínculos emotivos que van más allá de la racionalidad y que se mantienen incluso si los líderes perpetran desvaríos: los entusiastas de Trump resultan inmunes a lo que los demás perciben como barbaridades. Les gustan.

Las radicalidades amenazan principios básicos sobre los que se construía la convivencia -el respeto, algún consenso-, pero pasan a ser compartidas como elementos de cohesión social, de cohesión tribal pero cohesión: las ideologías gestan algo así como comunidades de indignados, agresivos que se sienten a la defensiva, pues todos se ven como una respuesta forzada a desplantes ajenos.

El nuevo mundo de las radicalidades antagónicas presenta otras características peculiares. Las distintas sectas tienden a justificarse construyendo la imagen del adversario como un enemigo, lo que robustece la ligazón interior. Ya se sabe, al enemigo ni agua. Y se la denegaremos entre todos.

Además, la radicalización se tiñe de moralina, presentando la vida política como una lucha entre el bien -los nuestros- y el mal -el enemigo, aquellos-. El conflicto social no queda definido a partir de la concurrencia de distintos intereses sino de una dicotomía simplona, el antagonismo bueno/malo, la virtud contra el pecado. La derecha sólo sabe crispar, resume Sánchez. Este es un Gobierno contra el Estado, un Gobierno de pesadilla, sintetiza Casado. Cuanto más radical se muestra uno, más se sentirá en posesión de la verdad, como dotado de una función misional, incluso en una cruzada.

La moderación tiene poco que hacer en un mundo de extremismos enfrentados. La tierra de nadie queda en extinción. La moderación, lo que antes solía llamarse centro, pierde comba como referencia política. Al fin y al cabo, viene a ser un cálculo pragmático, querer algo porque piensas que puede ser mejor, no la defensa numantina de una verdad absoluta o de una convicción identitaria. No se lleva, en un ambiente en que todo se expresa como grandes certezas

Así, las ofertas moderadas escasean o se desvanecen. O les pasa como en Ciudadanos: el dirigente centrista se entusiasma por verse tocando poder y se le olvidan las centralidades. Apoyarse en los extremos tiene otra ventaja: simplifica la tarea. Sólo requiere eslóganes de trazos gruesos. Sirven los mantras.

La radicalización ambiental nos lleva a una política rudimentaria, pasional, del todo o nada. Quienes se mueven por el medio han de medir sus palabras, andar con pies de plomo, no sea que digan algo que pueda considerarse ofensivo.

En España la barbarización sectaria tiene una deriva cainita y propia. Rectifica a Machado en aquello de que «una de las dos Españas ha de helarte el corazón»: ahora te lo pueden coagular las dos Españas.