Miquel Giménez-Vozpópuli

  • Está desplomándose una manera de entender la vida, la sociedad, las leyes, incluso el ser humano. Es el fin de Occidente

Maquiavelo auguraba al príncipe que hiciera dejación de su autoridad un gran esfuerzo y peligro cuando quisiera recuperarla. Porque de eso hablamos, del cuestionamiento a la autoridad entendida como un molde que hay que destrozar para ser sustituida por otra, que no por nueva debe ser mejor. Lo vemos en todos los países de eso que venimos denominando Occidente. El desafío a las leyes, a la historia, al concepto religioso, al orden democrático y, en suma, a la herencia cultural y política de los últimos veinte siglos está presente en las calles. Las turbas andan sueltas derribando estatuas, arrasando comercios, vulnerando las leyes y atribuyéndose un papel revolucionario, antifascista y redentor de no se sabe cuántas causas. Qué burla más cruel.

Es el derribo meticuloso de un edificio en el que tantas cosas buenas se han producido y no hay político ni filósofo que se plante ante la horda y diga que hasta aquí han llegado. Las manos de los George Soros son poderosas y han sabido proveer de mucho dinero a todos los interesados en subvertir el sistema, derrocándolo, bien desde su propia sala de máquinas, bien desde el tumulto callejero. Todo vale si se erradica el humanismo que combate a la sociedad piramidal en la que el individuo no es nada mientras el partido-estado lo es todo.

Hemos entregado el poder a irresponsables y el resultado, como prevenía Tayllerand, ha sido comprometer el reposo de la sociedad. Casi no disponemos del menor dispositivo para frenarlas. Han sabido aprovechar la petulante estupidez del votante que prefiere comer vómitos ajenos que seguir una dieta de argumentos propios.

Lo repito, es el fin de esa civilización que admiraba las bibliotecas, que cedía el asiento a los mayores, que no gritaba en público ni en privado

Algunos dicen, usando un gárrulo remoquete, “disfruten lo votado”. Pero nadie puede disfrutar en un naufragio, una explosión, una estampida, ni siquiera los que ayudaron a que se produjeran. Estamos inmersos en el remolino de la historia que se nos lleva a todos por el sumidero. Bueno. Tampoco es tan grave, ni siquiera inédito, otros imperios cayeron antes y veinte siglos de pensamiento no serán más que un jalón en el devenir de la humanidad. La diferencia con los griegos clásicos, con el Egipto de Ptolomeo o los emperadores del Sacro Imperio es que nosotros no dejaremos más que carcasas de móviles, música ramplona y, en el caso español, los suplementos dominicales de lo país. Ellos, en cambio, dejaron para la posteridad un legado mucho más importante.

Somos hijos de una cultura antaño poderosa que está siendo asesinada con el cuchillo del hedonismo y la autocomplacencia. Moriremos de ombliguismo, de ceguera moral, de inacción. Mientras tanto, los criminales, esos nuevos bárbaros, campan a sus anchas despreciando la ley y a sus representantes, haciendo apología del robo, del desprecio a la autoridad, aniquilando la convivencia y escupiendo en las instituciones con la chulería de quien se sabe impune por el apoyo de quien debería pararles los pies. Lo repito, es el fin de esa civilización que admiraba las bibliotecas, que cedía el asiento a los mayores, que no gritaba en público ni en privado, que se sentía orgullosa del esfuerzo, del intelecto, de la ciencia humanista y que sentía la pulsión de la divinidad en su interior.

Será triste cuando todo eso se acabe de demoler – poco queda ya – y lo que venga sea un nuevo mundo basado en la exaltación de la bestia y sus más bajos instintos. Caímos en un buenismo suicida y pensamos que la multitud era el bien, era el futuro. Nada más equivocado. Esa multitud, cuando se le delega la autoridad, es más cruel que el peor de los tiranos. Lo dijo Sócrates sin haber visto las manifestaciones que suceden cada día en este 2020, lo cual tiene un mérito extraordinario.

Porque la masa siempre es egoísta, irreflexiva y violenta. En cambio, el individuo es lo contrario. De ahí que el comunismo siempre se haya definido como movimiento de masas, igual que el separatismo o los totalitarismos de toda laya. He ahí a nuestros verdugos, he ahí la Bestia. Adiós, cultura; hola, ley de la selva.