Los pretenciosos inventos culturalistas que predicaban el respeto ciego al ‘ethos’ comunitario de cada cual –como aquel de la ‘Alianza de las Civilizaciones’, no saben qué decir cuando unas personas –tunecinos y egipcios– no claman en la calle por su cultura ni su comunidad, sino simplemente por su libertad.
No hay imagen que muestre mejor el desconcierto de la política europea ante lo que está sucediendo en Túnez y Egipto que la de la Internacional Socialista expulsando de su seno, de manera casi subrepticia, al Partido Nacional Democrático del egipcio Mubarak y al de Agrupación Constitucional Democrática del tunecino Ben Ali. Es ahora, en la estela de lo que los tunecinos y egipcios gritan en las calles, cuando los partidos socialistas europeos que proclaman orgullosos ser la punta de lanza del progresismo democrático descubren que estaban dando amparo y legitimidad a los engendros institucionales de dos dictadores. ¿Cómo ha podido suceder esto?
Desde luego, el plegarse dócilmente a las supuestas exigencias de la ‘realpolitik’ ayuda mucho a incurrir en este tipo de dislates. Europa ha preferido tener en su patio trasero mediterráneo a unos regímenes que supuestamente le garantizaban la seguridad y la estabilidad de un área sensible, cerrando los ojos ante su patente carácter autoritario y antidemocrático y su más que sospechada corrupción. La misma política que patentó Estados Unidos hace ya tiempo para su patio centro y sudamericano y que se resumió en la frase del primer Roosevelt: «Son unos hijos de perra, pero son nuestros hijos de perra». Se trata al final de la creencia, firmemente implantada en el ánimo de muchos expertos en relaciones internacionales, de que el ámbito internacional está desincronizado de la esfera interna y de que se pueden y deben mantener patrones de conducta opuestos en uno y otra. El idealismo reformista es lo adecuado para nosotros, el realismo sombrío la precaución ante ellos. Una dicotomía que se revela como más y más difícilmente sostenible en la globalización actual.
Ahora bien, junto a esta desfasada ‘realpolitik’, también han contribuido grandemente a mantener esta increíble dualidad de comportamientos ciertas ideas que han circulado durante decenios por nuestro escenario intelectual con el aplauso de buena parte de los creadores de opinión. Me refiero por ejemplo a ese relativismo teñido de postmodernidad multiculturalista que proclamaba que los valores de libertad personal, igualdad y democracia eran unos valores culturalmente condicionados, no eran sino un trasunto ideológico de concepciones particulares de Occidente ancladas en su propia identidad. Que decía que la pretensión de considerar esos valores algo así como ‘universales’ o ‘comunes’ no era sino un signo de la pretenciosa superioridad con que se autopercibía el pensamiento europeo. Que la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 era radicalmente inadecuada e insuficiente para el mundo actual, porque era el producto de una ideología localista liberal en la que los seres de otras culturas distintas no se reconocían. Que cada cultura tenía sus valores, y mejor no inmiscuirse en los de ellos.
Bueno, pues resulta que pasan los años y esos seres humanos que no comprendían (o comprendían de otra forma muy distinta) los valores universales, salen a la calle clamando por su dignidad, su libertad y sus derechos. Resulta que hablan nuestro mismo lenguaje, que les duelen los mismos males y los mismos abusos que a nosotros. Que reclaman las mismas soluciones, todo lo adaptadas a su cultura que se quiera, pero las mismas en el fondo. Mientras que los pretenciosos inventos culturalistas que predicaban el entendimiento intercultural y el respeto ciego al ‘ethos’ comunitario de cada cual, como aquel invento llamado ‘Alianza de las Civilizaciones’, no saben qué decir ante las reivindicaciones concretas y descarnadas de tunecinos y egipcios. En realidad, les pasa que no tienen nada que decir cuando sucede que unas personas no reivindican su cultura ni su comunidad, sino simplemente su libertad. No estaban pensados para tarea tan humilde.
Otra idea cómoda que ha contribuido como pocas a mantener el statu quo dictatorial en el mundo musulmán es la de que éste estaba poco menos que condenado por su propia naturaleza a recaer en el islamismo fundamentalista y retrógrado si se le permitía ser libre. De nuevo un prejuicio culturalista impidiendo al occidental ver lo que era bastante obvio: que las sociedades musulmanas están haciendo a su manera el camino hacia la modernidad y que el islamismo no es su manera de ser, sino el freno integrista que intenta aplicarles un sector minoritario y caduco de esa sociedad. Que el fundamentalismo mata sí a occidentales, pero sobre todo mata a musulmanes porque no quiere que éstos sean seres autónomos.
Estas revueltas nos muestran empíricamente la falsedad de esa especie de determinismo cultural que nos ha subyugado el ánimo en los últimos decenios. Como decía Marx, al final son los seres humanos los que hacen su propia historia, por mucho que la hagan dentro de los condicionamientos históricos (o culturales) que les afectan. Y los seres humanos, por mucho que variados, son esencialmente iguales en sus gritos de indignación ante los padecimientos.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 4/2/2011