ANTONIO NARANJO, 05/02/14
· «La ley de matar, por la que los movimientos totalitarios se apoderan y ejercen el poder, seguiría siendo ley del Movimiento aunque lograran someter a su dominación a toda la Humanidad».
Hannah Arendt. Los orígenes del totalitarismo. Año 1951
Comencemos por el final, aunque siga abierto. ETA ya no asesina: desde 2009 no lo hace en España, cuando voló con una bomba lapa el coche en el que viajaban dos guardias civiles. Y en 2010 dejó de hacerlo por completo tras matar en un tiroteo a un policía francés: no era un atentado, pero Jean Serge Nèrin es técnicamente la última víctima del terrorismo.
Esto tiene un valor, es innegable, tras 40 años y casi mil muertos: es un gran avance saber que no te van a matar por ser militar, político del PP o del PSOE, periodista español o, simplemente, un pobre hombre que pasaba por ahí. Estamos mejor, pues, que cuando amanecías cada mañana con la noticia de otro atentado bárbaro.
No obstante, la derrota completa dista mucho de haberse logrado. Falta lo más crucial, y no parece a mano: haría falta que a los vascos les diera vergüenza votar a los amigos, cómplices y socios de ETA, legal o anímicamente, y hasta ahora no han dejado de premiarles en las urnas. Es como si, muerto Hitler, su vieja NSADP arrasara en los comicios inmediatos. O el Partido Comunista en Polonia tras caer el muro. Añadan uno más: imaginen que Falange o Fuerza Nueva se hubieran convertido en una de las tres primeras fuerzas del país una vez ascendido a los infiernos celestiales nuestro Franco.
En Euskadi es lo que ha pasado: al cesar la violencia física, más por razones tácticas y de éxito policial que por sincera convicción (si fuera esto, la disolución, la entrega de armas y la petición de perdón no seguirían pendientes), el verdugo ha salido beneficiado y a la víctima se le ha quedado cara de pasmo. Estarán conmigo en que, lo normal, hubiera sido lo contrario: que quienes ponían la nuca fueran aupados y quienes, por contra, disparaban o cargaban las pistolas, castigados. En el caso de que pudieran siquiera presentarse a unas Elecciones, algo que los ejemplos anteriores demuestran que es posible pero también sancionable.
Repasemos groso modo la secuencia, en fin: unos tipos que llevan 40 años poniendo bombas, matando por centenas a inocentes, acosando al que no piensa como ellos y extorsionando al respetable deja de matar, probablemente porque cada vez le era más difícil y, en ese instante, ocurre lo siguiente: sus partidos de referencia (por lo general vasos comunicantes reconocidos) son legalizados, los vascos les votan en masa sin ningún pudor, los partidos que ponían los muertos son castigados y, finalmente, hasta los propios terroristas empiezan a ser excarcelados, pese a tener condenas por miles de años, en cumplimiento de un fallo del Tribunal ¡de Derechos Humanos!
Estarán conmigo en que señalar que todo lo descrito es legal y reconocer que, efectivamente, se está mejor sin bombas, no es suficiente para calmar una razonabilísima mezcla de perpeljidad, indignación y tristeza. Alguno va más lejos y lo achaca todo a un contubernio político -iniciado por el heroico Zapatero; rematado por el melifluo Rajoy– que, aun siendo cierto, seguiría siendo legal y no convertiría a sus impulsores en aliados de ETA, como dicen los amantes de la brocha gorda: ésos que, antes de Estrasburgo, eran incapaces de decirle a las víctimas que el cese de la violencia era una victoria suya para, a continuación, acompañarles en el liderazgo moral de las batallas subsiguientes, las que deben acabar con las ideas con un largo y costoso proceso reeducativo de la sociedad vasca, enferma hasta el tuétano y capaz de elevar a lehendakari a un representante futuro de su NSADP. Ésos que quieren hacer pasar a los nuevos dirigentes del PP vasco como unos blandengues o a los periodistas que siempre estamos con las víctimas como unos vulgares traidores por no suscribir milimétricamente sus excesos.
Es la falta de tacto, comprensión y determinación política para entender la diferencia entre ganar una batalla y lograr una victoria lo que hace especialmente trágico el panorama, lo que humilla a las víctimas, lo que extiende la sensación de agravio y lo que hace prosperar liderazgos periodísticos o mediáticos tan sutiles como un bocadillo de judías pintas con oreja de cerdo: la adopción de un éxito parcial como un triunfo total y la concesión absoluta de todos los privilegios legales que sólo tendrían sentido de haberse sumado al cese de las armas su entrega, la desaparición de sus siglas, la petición de perdón y la condena colectiva de la sociedad vasca; obliga a las víctimas y a quienes las quieren a clamar por la justicia y a aplicarse, con razón, la máxima adjudicada al presidente mexicano Benito Juárez García en el siglo XIX: «Mejor morir de pie que vivir de rodillas». También lo dijo un almirante español, Méndez Núñez, cuando perdimos casi por completo la ascendencia en Latinoamérica: «Prefiero honra sin barcos que barcos sin honra».
La honra es, en el caso del terrorismo, sinónimo de justicia, poética y formal. Pero también es un antídoto y una vacuna: aspirar a que lo justo sea además lo legal es la única manera de impedir que, en el futuro, las mismas ideas que cargaban las armas vuelvan a hacerlo por razones coyunturales. Aquí la legalidad se ha puesto de parte de una solución que sólo garantiza una paz efímera con un coste enorme: premiar a los asesinos y castigar a las víctimas no sólo es éticamente reprobable, sino que además mantiene incólume una llama, la del terrorismo, que puede prender si no se apaga correctamente.
Todo lo que se ha hecho, desde legalizar Sortu hasta acatar Estrasburgo, es jurídicamente irreprochable. Pero también lo hubiera sido lo contrario: mantener en cuarentena a Batasuna (en media Europa del Este el comunismo de raíz estallinista estuvo prohibido y aún en Alemania es delito proclamarse nazi), suscribir desde Estrasburgo la visión del Constitucional, del Supremo y de la Abogacía del Estado y mantener en prisión a terroristas con 24 cadáveres a sus espaldas hubiese sido igual de legal y sin duda más decente; que ya está bien que los paladines del Tribunal europeo den por supuesto que sus detractores no tenemos los mismos argumentos jurídicos que ellos, al menos la misma buena intención y, creo yo, un poco más de corazón al menos en esto.
Por eso no es éste un debate técnico, sino político y, también por eso acompañar a las víctimas y suscribir la idea de que debe haber vencedores y vencidos no es mera pose humanitaria ni simple posicionamiento ético. Es, además de eso y por encima de eso, la única manera de evitar que el terrorismo renazca. Su fin no puede ser táctico, pues ello comporta necesariamente la posibilidad de que resurja y las generaciones venideras tengan que soportar lo que padecieron las presentes: no es odio ni revancha, que tampoco serían repudiables, sino justicia elemental y compromiso con el futuro.
Al día siguiente del fallo de Estrasburgo, los amigos de los etarras se abrazaban felices en la portada del Gara. Y las familias de los muertos lloraban en el resto de periódicos. Ese contraste ya es suficiente para detectar el inmenso problema de fondo y la necesidad de de recalcar, las veces que sea menester, que por mucho que queramos la paz, no la queremos a cualquier precio. La resistencia de las víctimas no es una vendetta, sino un recordatorio de que no es lo mismo conseguir que te perdonen la vida que garantizar que no puedan quitártela.
Algunos optamos por la segunda opción, y aunque resulte tentador arremeter contra todos los que por esto llaman facha a todo lo que se mueve desde una inexistente superioridad moral, un tremendo desconocimiento de los hechos y una falta de tacto apabullante (¿Cómo nadie puede dedicar un segundo siquiera a ‘denunciar’ las intenciones de las víctimas en lugar de a abrazarlas digan lo que digan?; ¿Por qué los mismos toleran tan fácilmente a los socios del terror y tan mal a sus damnificados?); vamos a reconocerles su mejor intención, su idéntico compromiso contra la violencia y a recalcarles, simplemente, que están temerariamente equivocados: ante una violación sistemática, la respuesta no puede ser «relájate y disfruta».
Y eso es lo que ocurre a diario en Euskadi: la escena tiene tanto de sexo como esta paz de democracia.
ANTONIO NARANJO, 05/02/14