EL PASADO verano, nada más aprobar el Parlament aquellas leyes ilegales (obligado oxímoron) de «referéndum», «desconexión» y «transitoriedad», Victoria Prego comparaba el sistema judicial con un paquidermo que, cuando se pone en marcha, no hay quien lo pare. Y anunciaba que, lenta pero segura, la marcha del paquidermo terminaría arrollando a los alegres e inconscientes legisladores separatistas. Todo lo que anunció la periodista se ha ido cumpliendo punto por punto y el pasado domingo 25 de marzo el elefante judicial dio un paso decisivo al poner al fugitivo ex president Puigdemont en manos de la Justicia alemana, marcando así el punto final de la rocambolesca escapada del nuevo Fantomas separatista.
Las declaraciones de independencia catalanas acostumbran a ofrecer aspectos tragicómicos. Es bien conocida la huida por las alcantarillas de Barcelona, en plena rebelión de octubre de 1934, de Josep Dencàs (médico político, como Jordi Pujol), el fiero jefe de los escamots, irregular milicia separatista que, supuestamente, formaba parte importante de las fuerzas que iban a defender el nuevo Estat Català. Dencàs dejó que sus compañeros de aventura se enfrentaran solos con las tropas de la República Española comandadas por el general Domènec Batet. Apenas duraron unas horas. No hubieran durado más aunque Dencás hubiera estado allí, esa es la verdad. Se trajo a colación este chusco episodio cuando el valeroso Carles Puigdemont escapó intrépidamente tras el fracaso del golpe parlamentario de 27 de octubre de 2017, que él mismo había organizado, dejando a sus compañeros a merced de las fuerzas del orden y comprometiendo la posibilidad de que se les concediera la libertad provisional, por cuanto hacía evidente la posibilidad de fuga. La omertà de rigor entre la colla independentista impidió que se hicieran públicos los comentarios de los otros componentes del equipo que se vieron así recluidos sin remisión en las cárceles de Extremera y Meco.
La rauda huida de Puigdemont en automóvil hacia Bruselas fue presentada como un gesto astuto que ponía en entredicho a las fuerzas del orden españolas y establecía una especie de gobierno catalán en el exilio. Indudablemente, desprestigiaba al Ejecutivo español el tener a un Pepito Grillo en el corazón de la Europa comunitaria agitando la bandera separatista. Pero después de los primeros días de sorpresa y titulares, el interés decayó y se hizo evidente que sólo la franja lunática compartía las tesis del separatismo catalán o simpatizaba con ellas. El desencanto y la irritación de los independentistas se hicieron patentes. Se pasó de «Cataluña, nueva nación de Europa» a «Europa es obsoleta y decadente». Entretanto, en vista de la vergonzosa pasividad de las autoridades belgas, Puigdemont decidió fijar allí su residencia, alquilando un palacete por 4.000 euros mensuales (no dude el paciente lector que sus impuestos contribuyeron al merecido confort del ex president). El nombre del lugar elegido resultó chistoso y premonitorio: Waterloo. Nuestro hombre sin duda pensó que debía seguir trabajando por la causa y viajar por el mundo predicando el evangelio separatista. Su vanidad le perdió y después de algunas expediciones a Dinamarca y Suiza, aprovechando que España había retirado la euroorden para su detención, emprendió una larga travesía a Finlandia para anunciar la buena nueva: Cataluña (en su versión) resistía.
Pero entretanto el juez Llarena había concluido la redacción del sumario contra los golpistas y decidió muy oportunamente renovar la euroorden con un nutrido acopio de cargos bien documentados. El ex president decidió tomar las de Villadiego en Helsinki sin siquiera despedirse. Por unas horas pareció que se le había perdido la pista. Una admiradora entusiasta, la elegante prosista Pilar Rahola, escribió en Twitter: «Es el puto amo. Carles burla la euroorden de España». Pocas horas más tarde, el «puto amo» caía como un chorlito por efecto de la euroorden. Había estado bajo vigilancia del CNI en todo momento. A cada Napoleón le llega su Waterloo.
¿Y ahora, qué? Como dijo Inés Arrimadas, los independentistas se creían que se enfrentaban sólo con Rajoy el prudente, pero no; se enfrentaban también con el paquidermo judicial, y a ese no hay quien lo pare: en un Estado de derecho, todos somos iguales ante la ley, los políticos como los demás, del rey abajo, ninguno. Si estos señores han delinquido, como parece evidente, y de modo muy grave, deben atenerse a las consecuencias. Recibieron toda clase de advertencias e hicieron oídos sordos. Ahora es ya muy tarde para acordarse de los cumpleaños de las nenas. En eso había que haber pensado antes, hace un año, aproximadamente.
Uno de ellos, de los que quedan fuera, al parecer le dijo a Arrimadas que estaba en Cataluña, y que se había equivocado de país. El que se equivoca de país es él: Arrimadas acababa de ganar las elecciones allí en Cataluña, donde él era un perfecto desconocido que a saber por qué estaba en las listas de Esquerra, y que ha emergido un poco porque los de primera fila están en Extremera. Pero es que los independentistas están doblemente equivocados de país. Si desconocen Cataluña, desconocen aún más a España. Están un siglo atrasados: creen que la España de hoy es la de entonces, cuando (gracias al sacrifico de los españoles, eso sí) Cataluña estaba muy por delante del resto de la nación económica y socialmente. Sometidos al adoctrinamiento pujolista, estos señores viven en 1714 y en 1914: no parecen saber que hoy hay varias comunidades españolas que superan a Cataluña en renta por habitante y en otros indicadores sociales. Y, desde luego que, según todos los indicadores, Cataluña es la autonomía peor gobernada de España.
AHORA BIEN: la escapada de Puigdemont ha llegado a su fin: «la fregona está en el cubo», en la jerga de los agentes del CNI. Pero, ¿ha llegado a su fin la escapada del separatismo catalán? La furia y la violencia con las que han respondido los independentistas a la detención del ex president induciría a pensar que sí, que estamos asistiendo a los últimos coletazos; en efecto, han recibido un golpe muy fuerte, una humillación ante la que reaccionan con ira y desesperación. Esto, normalmente, pasará. Es, sin embargo, muy de temer que la pánfila prudencia del presente Gobierno español sea incapaz de dar el golpe de gracia, por falta de la inteligencia y la decisión necesarias para ir a las raíces del problema, que son el sistema educativo y los medios de difusión.
Como decía Groucho Marx, la política es el arte de meterse en problemas, ofrecer el diagnóstico equivocado y dejar las cosas peor de lo que estaban. Según esta definición, nuestro Gobierno está compuesto de políticos consumados, presididos por el más consumado de todos. El problema catalán, que es el problema de España, no se resolverá mientras el sistema educativo público, pagado con los impuestos de todos los españoles, adoctrine a los niños catalanes en el odio a España, ese país opresor que derrotó a la nación catalana en 1714 y desde entonces la ha tenido sometida y aherrojada, le ha impedido hablar en su idioma y quién sabe cuántas cosas más. Mientras el Ejecutivo español subvencione la difusión de esas patrañas y las televisiones que las amplifican y que arengan a la violencia en las calles y al acoso a los no separatistas, los coletazos seguirán, porque seguirá habiendo una fracción sustancial de la sociedad catalana que ha sufrido la intoxicación y la radicalización, y que las ha asimilado y hecho suyas.
Es importante que la fregona esté en el cubo; pero más importante es que no haya más fregonas subvencionadas por nosotros.
Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor, entre otros libros, de Cataluña en España. Historia y mito (coautores J. L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga), Ed. Gadir y Fundación Alfonso Martín Escudero.