Francisco Rosell-el debate
  • Como cuando Calígula forzó al Senado a proclamar cónsul a su equino ‘Incitatus’ antes de ambicionar coronarse rey. Cuando su tío Claudio le recordó que Roma es una República, Calígula le espetó: «Entonces seré Rey de la República». Como Sánchez puede ansiar ser jefe de Estado del Reino de España

Aveces, al analizar la perversión de la democracia española en una autocracia que eternice a Pedro Sánchez, se yerra en el diagnóstico confundiendo los síntomas con la enfermedad. Es el peligro que se corre con el acaloramiento suscitado por la impúdica presencia del imputado fiscal general, Álvaro García Ortiz, en la apertura del Año Judicial que hoy preside Felipe VI. Allí hará una parada rumbo al banquillo por revelar secretos para ganar el relato a una rival del presidente del que oficia como sayón.

Sin embargo, don Álvaro o la fuerza del sino es la reacción febril de un enfermo Estado de derecho cuyos tres poderes arriesgan quedar en una sola mano como si fuera una tiranía electiva. Por eso, según alertaba James Madison, padre fundador de la democracia americana, la naturaleza invasora del poder debe restringirse eficazmente para que no traspase los límites, y más con quien hace caso omiso de las líneas rojas como evidenció el lunes a su entrevistadora Pepa Bueno en la televisión pública que ha privatizado en su interés y en el del bolsillo de sus amigos.

En este sentido, el trágala de este viernes de dolores afrenta a la Justicia que se administra en nombre del Rey y pone en otro brete a Felipe VI como hace Sánchez desde aquel aparente error de novato de su primera recepción real del 12-O de 2018. Pero, por encima de ello, su órdago con el fiscal-banquillo acredita su voluntad de ejercer un mando irrestricto sobre todos los poderes del Estado y erigirse en «Yo, El Supremo», como el dictador de la novela de Roa Bastos. En suma, no se trata tanto de Ortiz, con el que Sánchez ejemplifica que él tampoco dimitirá si lo encausan, o de la Justicia a la que procura sojuzgar, sino la mutación de la democracia en satrapía bajo una ficticia fachada de legalidad como las ‘aldeas Potemkin’ del valido de Catalina la Grande.

Para ello, Sánchez hace rehén a Felipe VI al que ya prohibió en 2020 presidir la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona por imposición del separatismo, así como al resto de magistrados con su presidenta, Isabel Perelló, al mando, para que velen el cuerpo insepulto de la independencia judicial. Todo ello a modo de conmemoración del entierro de Montesquieu hace cuarenta años con la malhadada contrarreforma del ministro Ledesma y a cuya tumba pretende echar siete llaves el gato Félix Bolaños para reforzar el proceso destituyente en marcha.

Así, tras criticar primero, vilipendiar después y acusar finalmente de prevaricación a los jueces por imputar sin pruebas a su familia y a su fiscal, «Noverdad Sánchez» mendiga los votos de Puigdemont -con Illa de hinojos ante el prófugo y los oficios del tenebroso Zapatero- para sacar adelante la contrarreforma judicial, y no para unos presupuestos que, de avalarlos, sería la muerte política del pastelero de Amer. Entre gobernar sin cuentas públicas por tercer año y maniatar a los jueces, no hay color para el sátrapa Sánchez ni para el huido del capó.

De hecho, cada norma de la vasta contrarreforma judicial tiene beneficiarios directos y un sumo receptor. Así, la «ley Begoña Gómez» limita la acusación popular para que ésta no palie la inacción fiscal; la «Ley Bolaños» altera el acceso a la judicatura y a la Fiscalía sin oposición como antes del decreto de 1902 de Eduardo Dato para evitar una justicia de amigos y enemigos; la «ley Ortiz» para que un Ministerio Fiscal solícito con el Ejecutivo instruya los sumarios, con la UCO a sus órdenes, en vez de los jueces, y la «ley Koldo» para desestimar grabaciones como las del amaño de adjudicaciones públicas por «la banda del Peugeot».

Mediante esa contrarreforma, engrosada con restricciones a la libertad de información y a la trasparencia en asuntos de Estado, Sáncheztein busca su dominio sobre los jueces y no perder el poder. Si el viejo Tiberio César le confiesa a Calígula que «fui emperador porque si no otro me habría matado», Sánchez golpea la legalidad para no ser reo como acarició Berlusconi dándose de bruces contra la Justicia. Si hubo jueces en Italia acordes con el viejo aserto alemán, debe garantizarse en una España que asiste hoy a una escenificación de la muerte de la independencia judicial con un inicio de curso que parece un Día de Difuntos sin esperar a diciembre.

Pese a la gravedad del momento, hay una derecha boba que, luego de haber malogrado una mayoría absoluta sin revertir la situación, afee al jefe de la oposición, Alberto Núñez Feijóo, que no temple gaitas y se ausente del acto para no ser cómplice de la componenda a la que se le obliga al jefe del Estado por un primer ministro desleal y carente de escrúpulos. De hecho, aprovechó el estado de alarma que decretó por el Covid-19 para entronizarse «máximo representante» de la nación haciendo gala de un presidencialismo incompatible con una Monarquía parlamentaria. Fue el germen de un cesarismo sobre el que el magistrado emérito del Constitucional, Manuel Aragón, advirtió –como Cicerón a Catilina– al avizorar un amago de «dictadura constitucional».

Por la senda del sometimiento a la Justicia, marcha el Felón desde que ratificó a Ortiz pese a ser declarado «inidóneo» y ser acusado de desviación de poder en provecho de su benefactora, la exministra Dolores Delgado, y luego de presumir de su dependencia para afirmar que pondría a Puigdemont a recaudo de la Justicia cuando lo que perseguía era exonerarse él mismo. Dentro de esa estrategia, la obscena imagen del fiscal-banquillo visualiza su deseo de supremacía sobre cualquier otro poder. Como cuando Calígula forzó al Senado a proclamar cónsul a su equino ‘Incitatus’ antes de ambicionar coronarse rey. Cuando su tío Claudio le recordó que Roma es una República, Calígula le espetó: «Entonces seré Rey de la República». Como Sánchez puede ansiar ser jefe de Estado del Reino de España. Aun así, Calígula no tuvo bastante y exigió ser divinizado por un Senado del que se burló haciéndolo berrear como ganado en aprisco. «Mientras me teman, deja que me odien», se jactaría cuando la Pepa Bueno de turno le avisó de que era «víctima de una campaña de deshumanización extraordinaria».