- El escandaloso procesamiento de García Ortiz es, ante todo, otra prueba de la guerra sucia de Sánchez contra la democracia
Que el fiscal general del Estado de una democracia occidental sea procesado es una anomalía sin precedentes conocidos. Que lo sea por cometer un presunto delito «por indicación» de la Presidencia del Gobierno es, además, un escándalo que no puede quedar políticamente impune.
Y que, por último, todo ello se contextualice en una burda operación mafiosa para, desde las instituciones públicas, tratar de derribar a un adversario, en este caso Isabel Díaz Ayuso, supera todas las líneas rojas y ubica los hechos en el escenario de guerra sucia que el llamado sanchismo ha desatado contra todo aquello que ose frenar sus múltiples abusos.
La salida en tromba del Gobierno en defensa de García Ortiz es, en realidad, una confesión de culpa, la que refleja el auto del juez Hurtado desde el Tribunal Supremo, atacado vilmente por los guardaespaldas de Sánchez en el Consejo de Ministros o determinados medios de comunicación. Con las mismas tácticas que otros magistrados, la UCO o la prensa crítica: no solo se niegan las evidencias, se hurtan explicaciones públicas y se asumen las responsabilidades políticas inevitables; sino que además se ataca a la Justicia, a los Cuerpos de Seguridad y a la libertad de información, sumando al desprecio un afán regulatorio e intervencionista de corte simplemente chavista.
La mentira institucional pretende convertir el caso de García Ortiz en otro capítulo más de una inexistente conspiración contra el «Gobierno de progreso», alegando que se limitó a desmontar un bulo y a perseguir un supuesto delito.
Que el novio de Díaz Ayuso siga su camino procesal, aparte de este bochorno, es prueba suficiente de que la Justicia funciona y de que el objetivo espurio de esta operación era bien distinto: aprovechar los problemas personales de un ciudadano anónimo, sin cargo público alguno y sin relación con la actividad de su pareja; para destruir a alguien que se ha convertido por derecho propio en un icono de la resistencia a los excesos de Sánchez.
El auto del Supremo coloca a García Ortiz en la senda de una condena, sin duda, pero señala al presidente del Gobierno desde la lógica más elemental: García Ortiz reclamó el expediente completo de González Amador para «cerrar el círculo»; esa información privada acabó en La Moncloa y desde allí se filtró a la Asamblea de Madrid para que la utilizara el entonces líder socialista, Juan Lobato, algo a lo que se negó por decencia elemental o por temor a las consecuencias penales de utilizar el botín de un delito.
Que nadie de la Presidencia esté imputado obedece a que García Ortiz borró los mensajes y es imposible demostrar penalmente lo que es, sin embargo, evidente: actuó a sabiendas del interés de La Moncloa por transformar un asunto privado, bien distinto al de Begoña Gómez, para acabar con Ayuso. Sánchez ha colocado a España en una situación de emergencia democrática, con una agresión sostenida a los contrapoderes del Estado o una ocupación perversa de ellos. Y le ha añadido una actividad delictiva desde unas cloacas obscenas que, felizmente, dejan huella. Pero que en lugar de explicarse y dimitir estemos asistiendo en directo a una confrontación repugnante contra la Justicia, los rivales y las propias reglas del juego para dotarse de impunidad e inmunidad, es insoportable y exige una respuesta histórica de todos los operadores democráticos.
El líder socialista debería haberse marchado ya, para enfrentarse a continuación a las consecuencias legales y políticas de todos sus escándalos. Y como probablemente él mismo es consciente de ello, ha emprendido una huida hacia la nada en la que está dispuesto a acabar con la propia democracia. Y eso no se le puede consentir.