JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO
- «La búsqueda del fiscal imparcial es tarea ardua y su hallazgo, cuando menos, un objetivo que queda demasiado lejos para quienes tenemos cierta edad y poco nos falta por ver. Se trata de tener los pies sobre la tierra y reconocer que, hoy por hoy, no podemos aspirar a lo que de momento parece inalcanzable»
¿Hasta cuándo los temores de parcialidad del Ministerio Fiscal? ¿Por qué esa sospecha permanente de que la fiscalía es utilizada por el gobierno de turno para beneficio propio y perjuicio del adversario? ¿Hasta que límite llegará el desenfrenado galope del descrédito? ¿Acaso no hay forma de poner fin a las maquinaciones de algunos fiscales, empezando por los ‘generales’? Sin ir más lejos, en los últimos días se han tachado de arbitrarias las decisiones del fiscal general del Estado, don Álvaro García Ortiz, de ordenar la filtración de unas actuaciones procesales que afectan al novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid y de sustraer al conocimiento del Consejo Fiscal la solicitud del Senado de un informe sobre el anteproyecto de la Ley de Amnistía.
Que el Ministerio Fiscal lleva años sumido en un bache de desprestigio, eso lo reconoce la mayoría del procomún. La culpa, sin duda, es de quienes están empeñados en barrer todo lo que signifique independencia para la Justicia y, por tanto, obsesionados, también, en utilizar al fiscal como instrumento de contienda política. Pese a los muchos años transcurridos, todavía recuerdo las palabras de Juan Fernando López Aguilar en su toma de posesión como ministro de Justicia: «Queremos un fiscal sobre el que no gravite ninguna sospecha de ser correa de transmisión del Gobierno en la persecución de sus adversarios políticos ni en la búsqueda de impunidad para sus amigos (…)». Luego, a renglón seguido, añadió: «(…) Un primer paso es colocar al frente de la Fiscalía General del Estado a una personalidad con autoridad y acreditada independencia (…)». El fiscal general designado fue Cándido Conde-Pumpido Tourón, quien, en su primera comparecencia pública, dijo que su «obligación» era «equilibrar una carrera que se había escorado en una determinada dirección». Así parece que ha sido y, desde luego, éste no es el modelo de fiscal independiente que quiere nuestra Constitución (CE). En ella, muy al contrario, el Ministerio Fiscal figura como una pieza clave del Estado de Derecho. El enunciado constitucional es categórico. Al ejercer sus funciones por medio de órganos propios y sujeto «en todo caso» a los principios de legalidad e imparcialidad, el fiscal debe estar exento de todo influjo extraño o partidista y sometido sólo al mandato de la ley. En el artículo 124 CE se lee que el Ministerio Fiscal interviene de «oficio o a petición de los interesados», pero no que haya de hacerlo siguiendo instrucciones y, menos todavía, órdenes del Gobierno.
«En que el fiscal actúe sólo cuando la ley se lo impone y tal como la ley lo impone, o sea, conforme al principio de legalidad, a que lo haga por criterios pragmáticos o de conveniencia política, o sea, por el principio de oportunidad, está la diferencia entre constituir una garantía para los ciudadanos a ser un elemento de distorsión de la legalidad democrática». Estas sensatas y certeras palabras las escribió hace 40 años Cándido Conde-Pumpido Ferreiro, a la sazón teniente fiscal del Tribunal Supremo, un jurista de gran prestigio y padre del actual presidente del Tribunal Constitucional, al que antes me he referido. El fiscal es un eficaz medio de realización de la legalidad, no el tutor de los intereses del partido en el poder. Un fiscal, empezando por el fiscal general del Estado, debe girar en la órbita de la imparcialidad y ser esclavo únicamente de la ley. Esto desgraciadamente no ha sido así y la historia nos ofrece demasiados casos como el de aquel fiscal que llegó a ser ministro de Justicia y que presumía, públicamente, de ser apóstol de una ideología política. Ejemplos que están muy lejos de la idea que Platón expone en ‘Las leyes’ al sentenciar que «la acusación pública vela por los ciudadanos: ella actúa y éstos están tranquilos».
Llegado a este punto, a propósito de la intención del ministro señor Bolaños de acelerar la tramitación del anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobado en noviembre del 2020 y entre cuyas novedades está la de encomendar a los fiscales la instrucción de las causas penales, muchas veces he defendido la reforma diseñada. Entre otras razones, porque sería la manera de liberar a los jueces de un trabajo que no es, en sentido estricto, jurisdiccional y, de paso, el modo de acabar con esa figura que, en expresión de Napoleón y de la que Balzac se hizo eco en ‘Esplendores y miserias de las cortesanas’, era ‘l´homme le plus puissant de France’. Pero en las mismas ocasiones también he señalado que la reforma procesal no puede llevarse a cabo sin modificar la estructura del Ministerio Fiscal, pues la actual configuración sitúa al fiscal en un permanente riesgo de perder la imparcialidad típica del juez.
Tengo para mí que en las actuales circunstancias, mejor que encomendarla instrucción a los fiscales –a estos se les reservarían los asuntos leves– sería un sistema en el que, con cierto paralelismo, que no a imagen y semejanza, al que rige en Francia –Ley de 5 de marzo de 2007–,junto al juez de Instrucción encargado de las causas más graves, hubiera otro magistrado, el llamado «juez de garantías», con competencia para autorizar todas aquellas diligencias de investigación que supusieran una invasión o restricción de los derechos fundamentales, como las interceptaciones telefónicas, la intervención de la correspondencia, las entradas y registros domiciliarios y, por supuesto, cualquier medida cautelar, fuera personal, como la prisión preventiva, fuera real, como el embargo de bienes o bloqueo de cuentas corrientes.
En fin. Soy consciente de que este artículo de nada servirá a quienes piensan que con fiscales «de los nuestros» la investigación penal está asegurada. Para ellos controlar el proceso penal y hacerlo mediante una policía fiel es el objetivo. A eso se llama traficar con la justicia. Comprendo también que el señor ministro del ramo y el fiscal general del Estado se molesten porque alguien sospeche que el Ministerio Fiscal no va a actuar ajustándose a los principios de legalidad e imparcialidad, cuestionando la rectitud de una institución básica del Estado. En mi caso, lo que realmente me preocupa es que los hombres y mujeres que la componen y sirven, por independientes de juicio y de corazón que sean, puedan sustraerse a las instrucciones e indicaciones del Poder Ejecutivo del que el primero forma parte y el segundo es leal servidor.
Termino, pues no hay espacio para más. La búsqueda del fiscal imparcial es tarea ardua y su hallazgo, cuando menos, un objetivo que queda demasiado lejos para quienes tenemos cierta edad y poco nos falta por ver. Se trata de tener los pies sobre la tierra y reconocer que, hoy por hoy, no podemos aspirar a lo que de momento parece inalcanzable. Todos o casi todos, sabemos que a los políticos les sobran los fiscales independientes, como les sobran los jueces independientes. Eso sin contar que en política la obediencia ciega se premia con los denarios del buen cargo y el notable ascenso y la independencia se paga con la moneda del desprecio y el vilipendio.