Ignacio Camacho-ABC
Como otros dirigentes del PSOE veterotestamentario, Del Valle se alejó sin privarse de ocultar su desengaño
La célebre «foto de la tortilla», la del picnic setentero de los amigos de Felipe González -Guerra, Chaves, Yáñez, etc.- que una década después iban a gobernar España, ha pasado a la historia de la Transición con dos leyendas falsas. La primera es que no hubo tortilla; de hecho en la imagen aparecen comiendo unas naranjas. Y la segunda es que la firma el gran fotógrafo Pablo Juliá, el propietario de la cámara que preparó la instantánea pero que al aparecer en ella no pudo, obviamente, dispararla. Lo hizo Manuel del Valle, posteriormente el alcalde que en vísperas de la Expo 92 dirigió la crucial remodelación urbana de la Sevilla contemporánea. Un político pragmático, reservado, bastante hierático, parco en palabras,
que siempre defendió el valor de la eficacia en la gestión frente a la liturgia carismática y que hasta su muerte, este viernes de madrugada, reivindicó con amarga nostalgia la moderación como base de los valores de la socialdemocracia.
Del Valle fue, como Paco Vázquez, Leguina, Corcuera o Pedro Aparicio, uno de los arquetipos del PSOE veterotestamentario que desde el zapaterismo se alejaron de la deriva del partido sin ocultar su desengaño. Nunca se dio de baja ni probablemente dejó de votarlo pero tampoco se privó de censurar en público y en privado el abandono del modelo regeneracionista del socialismo clásico. Denunciaba la Ley de Memoria Histórica, los pactos con el separatismo y la estrategia del «cordón sanitario», y no se cortaba al señalar a Pedro Sánchez como puntillero del proyecto en que había militado. Transpiraba decepción en sus últimos años: por la destrucción del prestigio institucional y del respeto al adversario, por el trincherismo populista, por el espectáculo de consignas y relatos vacuos, por la quiebra del consenso, por la ausencia de liderazgos. Por la pérdida, en suma, de la voluntad de convivencia como principio básico.
La idea de concordia no era para él una simple teoría sino una convicción, una pauta de comportamiento y de vida. Cuando fue alcalde se las tuvo tiesas con este columnista; en los momentos más tirantes le pidió mi cabeza a algún director y yo no le ahorré ácidas críticas que acaso alguna vez pecaron de falta de justicia, pero esa tensión jamás destruyó la consideración personal ni la mutua estima porque era consciente de que la relación conflictiva que la libertad de prensa impone entre agentes públicos y periodistas. Pasado el tiempo comentábamos entre risas cuánto había engrandecido su época la pequeñez de la nueva política. Como Guerra, se sentía miembro de una generación orgullosa de sí misma pero dolorida por la dilapidación de su herencia en manos de una sedicente izquierda henchida de fatuidad posmoderna. En la hora de su despedida, solitaria por culpa de la maldita epidemia, es de ley encender una simbólica vela de papel en memoria de su señorío y su nobleza.