IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Cuando el objetivo disculpa los procedimientos, las sociedades democráticas acaban aceptando la normalidad del desafuero

Quizá lo más doloroso de la amnistía, y ya es decir cuando está a punto de cometerse una infamia de Estado, sea el asentimiento de la mayoría de los votantes socialistas. Muchos no están de acuerdo, o preferirían que no se diera, pero la aceptan como peaje para un nuevo Gobierno de izquierdas. O más exactamente, para evitar que gobierne la derecha. Es decir, que han convertido en prioritaria su inclinación política a despecho de la legalidad, de los principios éticos y hasta de su propio sentido natural de la justicia, cuyos fundamentos primordiales crujen ante la cesión al chantaje separatista. Esta concepción utilitarista plantea severos interrogantes sobre las motivaciones que dirigen –en todo el mundo, no sólo en España– el comportamiento de unos cuerpos electorales polarizados hasta el punto de dar por buena cualquier ruptura del orden democrático si sirve para imponerse al adversario. La visceralidad partidista impregna el escenario público de un pragmatismo descarnado donde sólo importa hacer valer la superioridad de un bando. Un creciente fenómeno social que representa el profundo desarraigo de la cultura del acuerdo en el paisaje político contemporáneo y certifica la defunción de la ley y el Derecho como factores de regulación de la convivencia entre ciudadanos. Más allá de la humareda de la polémica y del ruido de los escándalos, el problema es la quiebra progresiva de la institucionalidad, convertida ahora en una especie de artefacto estéril, de protocolo innecesario. El fracaso de la larga y esforzada depuración del constitucionalismo a lo largo de más de doscientos años.

Estos días, dirigentes y simpatizantes del PSOE justifican el pacto de la ignominia como un instrumento para poder seguir trabajando en beneficio del pueblo. El precio antipático de nuevas subidas de pensiones, medidas asistenciales y demás avances ‘de progreso’. Y una parte significativa de su clientela asume sin gran escrúpulo ese argumento, que supone la subordinación de las normas –y de los conceptos morales genéricos– a la acción más o menos benefactora del Gobierno. Así, de manera subrepticia, la democracia, el sistema de pautas organizadoras de la concordia colectiva, se va deslizando hacia una especie de formalidad ritual prescindible como una reliquia antigua. Un discurso muy poco distinto del rudo materialismo ‘trumpista’ y de otros populismos triunfantes entre sociedades de tradición conflictiva. Lo vimos durante la pandemia, cuando mucha gente, entre ella también intelectuales y politólogos, vio inicialmente con simpatía la radical estrategia autoritaria aplicada en China. Lo que resulte eficaz es correcto: el objetivo disculpa los procedimientos. Ese letal proceso que empieza perdonando la mentira, la irregularidad, las trampas, la falta de respeto a las reglas de juego, y acaba dando por buena la normalización del desafuero.