Manuel Cruz-El Confidencial
La presunta capacidad omniexplicativa y la ausencia de confrontación cumplen una misma función: quedar eximidos de toda responsabilidad y atribuir a oscuras fuerzas todos sus males
Se comprende el poderoso atractivo que presentan las concepciones conspirativas de la historia: ofrecen siempre una explicación a todo cuanto ocurre, sea esto lo que sea, incluso por extraño, sorprendente o insólito que pueda resultar. La razón de tan desmesurada eficacia explicativa es bien simple: tales explicaciones nunca explican nada en realidad. Baste como prueba lo ocurrido en España en los últimos días, que debería haber hecho saltar por los aires los juicios que algunos llevaban tiempo repitiendo bajo la mencionada clave.
Así, no parece que el resultado de la moción de censura presentada por Pedro Sánchez dé la razón a quienes andaban pontificando que el todopoderoso Ibex 35 tenía un candidato propio a la presidencia del gobierno de España, sobre todo a la vista del severo revolcón sufrido por este. Lo lógico sería inferir del resultado de dicha moción, o bien que el tal Ibex nunca tuvo en sentido propio y fuerte un candidato, o bien que la fantasmagórica condición de todopoderoso atribuida a ese grupo de empresas constituía una manifiesta exageración. Sin embargo, nuestros conspiranoicos han preferido no pronunciarse al respecto, a pesar de la ostentosa refutación de sus tesis.
O el tal Ibex nunca tuvo un candidato o la condición de todopoderoso atribuida a ese grupo de empresas constituía una manifiesta exageración
De manera análoga, quienes llevaban una larga temporada negando la existencia de la separación de poderes en nuestro país, sin desfallecer ni por un instante en la denuncia de que el poder judicial era una simple marioneta en manos del ejecutivo, sería de agradecer que explicaran en público cómo ha podido suceder que tan dócil instrumento haya propiciado, con sus durísimas sentencias sobre la corrupción del anterior gobierno, la caída de quien se supone que lo controlaba todo desde las sombras.
En esta misma línea de ejemplos, podríamos aludir a la crítica a las instituciones representativas (y al marco constitucional en que se fundan), con tanta frecuencia denostadas por obsoletas, cuando no directamente inútiles para representar y vehicular los anhelos de la ciudadanía, por el hecho de estar parasitadas por los más oscuros intereses, pero que a pesar de ello en los últimos días se revelaron extremadamente eficaces, cumpliendo la función para la que fueron diseñadas y posibilitando que se desatascara una situación política insosteniblemente bloqueada. Tampoco en este caso ha habido el más mínimo reconocimiento autocrítico por parte de los antiguos acusadores.
La relación de ejemplos se podría ampliar sin mayor esfuerzo, pero, fuera cual fuera el ejemplo elegido, serviría para ilustrar la generalización de un modo de argumentar cuya característica fundamental es la de rehuir la confrontación con los datos o, si se prefiere, la interesada referencia a ellos únicamente con el objeto de ratificar los convencimientos previos. Ahora bien, se reparará en que, en el fondo, la presunta capacidad omniexplicativa y la ausencia de confrontación constituyen dos caras de una misma moneda o, tal vez mejor, cumplen una sola función, en cierto modo similar a la que cumplía aquella vieja recomendación periodística, la célebre máxima “no dejes que la realidad te arruine un buen titular”, que en este caso se podría reformular en unos términos parecidos a estos: “no dejes que la realidad arruine tus presuntas explicaciones”. Para los conspiranoicos se trata, en definitiva, de quedar eximidos de toda responsabilidad y de poder atribuir a oscuras fuerzas que incumplen las reglas de juego establecidas (en vez de a los propios errores o a los aciertos ajenos) la causa de todos sus males.
De los aciertos de unos, especialmente en lo tocante a aprovechar la ventana de oportunidad que la sentencia del caso Gürtel abrió inopinadamente, ya se ha escrito mucho y, en todo caso, a la vista del éxito obtenido, no haya más lecciones que aprender que la de perseverar en la senda emprendida. Pero de los errores -de lo que verdaderamente se aprende, según ese reputado triunfador que es Bill Gates- se ha hablado menos, cuando es sobre aquello que más deberían reflexionar el resto de fuerzas políticas, en vez de permanecer encerrados en sus teorías conspiratorias, lamiéndose las heridas.
Porque parece claro, en primer lugar, que el Partido Popular erró, tanto en lo tocante a sus prisas por celebrar las sesiones de la moción de censura cuanto antes, como en sus planteamientos a lo largo de ellas. Pretendiendo dejar a Pedro Sánchez sin margen de tiempo para tejer alianzas, lo que provocaron fue precisamente que aquel acudiera al Congreso con las manos libres, sin compromiso alguno que le hipotecara (como, por lo demás, el posterior diseño de su gobierno dejó claro). Y por lo que respecta a sus planteamientos, lo más benévolo que cabe decir del discurso del PP es que ha caído víctima de su propia trampa. Tanto tiempo transfiriendo a la justicia las responsabilidades que como partido le correspondían, como si aquella fuera la única y última instancia disponible, les ha dejado sin argumentos creíbles ante la opinión pública cuando por fin los jueces han empezado a dejar oír su voz.
Parece claro que el PP erró, tanto en sus prisas por celebrar la moción de censura cuanto antes, como en sus planteamientos a lo largo de las sesiones
Podemos, en cambio, no se equivocó en nada, según su propia dirigencia, por lo que es probable que piense que no tiene lección alguna que extraer de lo sucedido. Tanto es así que, al finalizar la sesión parlamentaria, los diputados de la formación, junto con alguno de sus ilustres invitados en la tribuna, se lanzaron a corear unánimemente el eslogan «sí se puede», como si hubiera sido Pablo Iglesias quien hubiera ganado la moción de censura (en vez de corear «sí que pueden», lo que acaso hubiera resultado algo más razonable). Su líder, acostumbrado según propio testimonio a cabalgar las contradicciones (por lo que se supo en las últimas semanas, de todo tipo), andaba eufórico, a pesar de haber acusado poco rato antes al candidato poco menos que de no dar la talla y de dejarse humillar por Rajoy. Ciertamente, no dejaba de ser chocante que quien un año antes había sido derrotado en su moción de censura le diera ahora consejos a quien estaba a punto de resultar victorioso.
Aunque tal vez para explicar el comportamiento de esta fuerza política, la que por cierto más profusamente ha utilizado el recurso a las conspiraciones, valga la pena introducir un último elemento complementario. Quizá, ya que parece haberse generalizado entre los analistas políticos la expresión «egoísmo de partido», valdría la pena introducir la expresión, en cierto modo análoga, «egocentrismo de partido«. De existir este otro egoísmo, una de las peores cosas de su auto-referencialidad sería su incapacidad, constituyente, para entender la realidad, extraer lecciones de lo ocurrido y, en consecuencia, presentar las propuestas adecuadas. Acaso sea esta perspectiva la que nos permita terminar de comprender la deriva errática de quienes, tras celebrar como propia la victoria ajena, a continuación amenazan con un calvario al vencedor si no se atiene a lo que le vayan reclamando.