Ignacio Camacho-ABC
El Brexit es el ejemplo de que los privilegios nunca frenan la continua exigencia del nacionalismo insatisfecho
Los análisis sobre el Brexit inciden desde el principio en el riesgo obvio de las sacudidas emocionales del populismo. La manipulación sentimental, el arraigo social de los mitos, el uso desvergonzado que los nacionalistas hacen del conflicto y de la mentira como instrumento político. También el peligro encerrado en la convocatoria frívola de referendos por dirigentes aficionados a crear problemas en vez de resolverlos. Y son todos ellas conclusiones certeras y enfoques correctos, pero centrados en la perspectiva británica de los hechos. Hay, sin embargo, para quien la quiera aprender, otra lección esencial cuando se mira el asunto desde el prisma europeo, y es el fracaso plano, incuestionable y abierto de las medidas de apaciguamiento. Porque la actual ruptura de la UE no es sólo el éxito del oportunismo demagógico de los euroescépticos sino la constatación de la esterilidad de cualquier esfuerzo por complacer con cesiones, prerrogativas y privilegios las exigencias crecientes de un nacionalismo siempre insatisfecho.
Gran Bretaña siempre tuvo en la UE un pie dentro y otro fuera. Entró con condiciones demandas y limitaciones que al resto de los socios posteriores no les fueron ofrecidas sino impuestas, y durante 47 años no ha hecho otra que incrementarlas a cambio de no cuestionar su permanencia. Los siete puntos de Wilson en la primera consulta, el famoso cheque compensatorio de Thatcher -«¡¡quiero que me devuelvan mi dinero!!»- o la cláusula de exención de Major fueron diversas fórmulas para subir la misma apuesta: un menú optativo, un estatus a la carta para que la integración les mereciese la pena. Una tras otra, las reclamaciones fueron aceptadas por Bruselas para que el Reino Unido «se sintiese cómodo» en su pertenencia; una tras otra se demostraron incapaces de frenar una reivindicación eterna. A cada franquicia entregada sucedía una petición nueva, y ninguna servía para aplacar la disconformidad inglesa. Hasta que llegó la ola populista, la campaña de «retomar el control», la feroz ofensiva de propaganda fraudulenta, y ya no valieron las promesas, ni los mecanismos de ajuste, ni los fueros de soberanía, ni las devoluciones de contribución neta. La pulsión nacionalista es una creencia invulnerable a la racionalidad del debate de ideas. Y el que pueda entender, que entienda.
Así sucede siempre con el nacionalismo: ceder es sólo comprar tiempo. O peor aún, intentar alquilarle un favor que nunca acaba concediendo porque siempre cree que el mundo le debe algo y que los demás conspiran contra la legitimidad de sus sentimientos. El error, tan general como se ve, es intentar aplacarlo, complacerlo, creer que un elemental principio de lealtad o de quid pro quo le inspirará un mínimo respeto. No hay caso: la palabra «mutuo» no existe en su léxico. Y hay tantos ejemplos que sólo se pueden ya engañar los optimistas más irredentos.